El ministro de Asuntos Exteriores, Unión Europea y Cooperación del Gobierno de España, José Manuel Albares Efe
Las relaciones entre España y las repúblicas hispanoamericanas nunca han sido puramente diplomáticas o, por mejor decir, la diplomacia siempre ha estado determinada por la historia compartida. Una cosa no se entiende sin la otra desde el momento mismo en que los países americanos declararon su independencia y, sobre todo, desde que España comenzó a reconocer tal hecho en 1836. Desde entonces, tratados, visitas o tomas de posesión están moldeadas de una manera muy característica por la historia.
Si España realiza cualquier acto diplomático más o menos solemne con, pongamos por caso, Brasil o Turquía saldrán a relucir sin duda referencias históricas a los antiguos lazos de amistad, a la superación de desencuentros o al tiempo histórico compartido. Es lo habitual, en los modos diplomáticos, la manera de engrasar una relación que luego entrará en lo sustancial.
Aquí no vale con el engrase habitual, se trata de piezas importantes y delicadas
Respecto de las repúblicas hispanoamericanas, la cosa cambia notablemente, pues España es una referencia esencial para definir la identidad nacional de cada una de ellas y, a la inversa, América ha tenido un rol notable en la identidad nacional española. Aquí no vale con el engrase habitual, se trata de piezas importantes y delicadas.
Tomás Pérez Vejo, historiador anfibio entre una orilla y otra del Atlántico, ha estudiado con detalle cómo España fue referencia importante tanto para los mexicanos del siglo XIX que se veían como los descendientes y herederos de la cultura de la época colonial, como para los que rechazaban ese vínculo y se entendían como los constructores de una nación con un año cero en 1810 (que es lo que se sigue celebrando en México como día nacional, el 16 de septiembre de 1810).
Aunque en términos generales podría decirse que los constructores de la identidad nacional mexicana estuvieron más entre los segundos que entre los primeros, es posible detectar hoy ambas identidades en diferentes manifestaciones.
España no llevó muy bien en el siglo XIX la renuncia al dominio que había hecho en 1836
La presencia de España en el imaginario nacional mexicano vino alimentada también por una relación más bien tormentosa en sus orígenes. Hasta 1836 España ni siquiera reconoció que México fuera un país independiente, lo que en 1821 era ya un hecho; los embajadores españoles, cuando los hubo, no se privaron de participar activamente en la política interna mexicana, conspirando a veces para restablecer la monarquía; incluso envió una fuerza militar junto a Francia para apoyar la opción imperial de Maximiliano de Habsburgo, de triste destino. Es decir, España no llevó muy bien en el siglo XIX la renuncia al dominio que había hecho en 1836.
Al mismo tiempo, sin embargo, México recibió más españoles desde el siglo XIX que en todo el período colonial; junto con Argentina fue el destino más habitual de los intelectuales españoles desde comienzos del siglo XX; fue, en fin, el principal acogedor de la España peregrina tras la guerra civil de 1936. La España republicana del exilio no se entiende sin México.
La relación diplomática entre ambos países, al igual que le ocurre a España con otras repúblicas americanas, va a estar siempre determinada por esa compleja historia. Por supuesto que cuando el anterior presidente mexicano escribió al rey Felipe VI haciéndole poco menos que heredero de la responsabilidad de España en los desmanes de la conquista, estaba haciendo un uso espurio del pasado. Mucho tenía también de consumo interno la negativa de la actual presidenta a invitar al mismo monarca a su toma de posesión.
Lo que es nuevo en el trenzado de historia y diplomacia respecto de México es la reacción hiperbólica de una parte de la opinión pública y de representantes políticos españoles
No son, sin embargo, más que variaciones del mismo tema que viene reproduciéndose desde la independencia de las repúblicas americanas. Lo que es nuevo en el trenzado de historia y diplomacia respecto de México (y otras repúblicas hispanoamericanas) es la reacción hiperbólica de una parte de la opinión pública y de representantes políticos españoles. Un buen ejemplo lo acabamos de tener tras el discurso pronunciado por el ministro Albares en la inauguración en Madrid de una exposición sobre la mujer indígena.
Les aseguro que no pronuncia la palabra perdón, pueden comprobarlo, y, sin embargo, todo el debate posterior a sus palabras, empezando por la del exministro del ramo García Margallo, ha girado sobre si el perdón sí o no. Es como si Albares hubiera renunciado a una parte sustancial de nuestra nacionalidad por decir que en la conquista hubo también injusticia y dolor, algo que, espero, admitirá alguien tan instruido como García Margallo.
Al contrario, lo que parece haber entendido bien Albares (y ya era hora) es que, respecto de Hispanoamérica, ese tipo de reconocimientos son parte fundamental de la diplomacia. Ya verán como se lo acaban agradeciendo los productores de vino y aceite, ahora que por el norte de México las cosas pintan bastos.