En la adaptación al cine de la novela de Francoise Sagan, firmada por Otto Preminger, una jovencísima Jean Seberg lleva al suicidio (o a la muerte) a Deborah Kerr. Bueno, en realidad es Cecile, la caprichosa y disfrutona adolescente que Seberg interpreta, la que mortifica hasta el fatal accidente a la que va a ser su madrastra, Anne (Kerr), ante la impasibilidad del padre de Cecile (David Niven).  El terrible resultado de sus maquinaciones despertará en Cecile remordimientos y un sentimiento nuevo que jamás había experimentado: La tristeza, que le acompañará toda su vida.

Sin necesidad de llevar a nadie hasta la muerte, miles de vascas y vascos, millones de españoles y centenares de millones de terrícolas han descubierto la tristeza en el último año largo.

Una bajona, una congoja creciente, una modorra, un todo da igual, un hoy no me afeito, un ya me haré las ingles el mes que viene, que ha venido de la mano de la pandemia, sí, pero sobre todo de las estrategias y tácticas emprendidas por los gobernantes para salvaguardar la salud hoy, la economía luego, la hostelería un poco más tarde, a nuestro mayores también y, aunque el índice de contagios crezca tan inexorablemente como el culo de la Kardashian, puede usted viajar si tiene ya hecha la reserva. Usted y las otras seis parejas que han quedado en el hotelito rural.

 

Sin necesidad de llevar a nadie hasta la muerte, miles de vascas y vascos, millones de españoles y centenares de millones de terrícolas han descubierto la tristeza en el último año largo

 

La tristeza, es curioso, ha arraigado con mayor violencia y crudeza en las sociedades más avanzadas. En la ciudadanía del primer mundo que esperaba -por poderío- una gestión decente, coherente y hasta solidaria, de sus asalariados gobernantes y no el espectáculo al que estamos asistiendo. Y da igual el país o el paisito al que miremos, o el partido que lo encabece, o el aspecto que queramos analizar: restricciones, vacunación, ayudas, subvenciones, Solo hay una frase que lo resuma y la decía mi abuela: van todos como pollo sin cabeza.

En los eufemísticamente llamados países en vías de desarrollo, el agobio es menor. No esperaban gran cosa de sus dictadores, sátrapas o presidentes electos ad aeternum, y el covid-19, al fin y al cabo, viene a unirse a la larga lista de infamias y desgracias que padecen cada día. Una lista en la que esta pandemia no está, ni muchísimo menos, en el top five. Ni siquiera en el top ten.

 

La tristeza, es curioso, ha arraigado con mayor violencia y crudeza en las sociedades más avanzadas

 

Reconocía el otro día mi admirado Pablo Martínez Zarracina en su periódico de referencia, que tiene que ser muy duro gobernar en tiempos de pandemia, pero reclamaba que más duro es ser gobernados. No puedo estar más de acuerdo.

Hoy en día criticas en el chat de amigos al ex-golden boy jeltzale y diputado general de Bizkaia por apuntarse a la foto de repartir pañuelos del Athletic, en lugar de vacunas, a viejitos y viejitas en una residencia y estalla la guerra incivil. 

Entre los que dicen que el Athletic no solo es Bilbao, sino también Bizkaia, y que, si el alcalde Aburto puede izar la bandera rojiblanca en el Ayuntamiento, Rementería puede repartir pañuelos, hasta los que te tachan directamente de demagogo y antisistema. Hay mucha amargura, amigos, en el ambiente. No digo que no haya motivo. Os entiendo, pero esto antes eran risas y vacile y ahora es motivo de mala sangre y duelos al sol. Por dios.

 

La chavalería demasiado bien se están portando y poco la han liado con lo que tienen encima

 

Luego está la chavalería. Me resisto a ponerle franja de edad, pero son aquellas y aquellos que han visto truncarse su vida social en el apogeo de la misma, cuando los amigos son más importantes que la familia. Y que la vida. 

Miran por segundo año, atónitos y mosqueados, como se suspenden las fiestas y los conciertos. Se coscan que a la mínima nos vuelven a confinar y se quedan sin poder trasladarse a casa del mozo o la moza, cuando no están los padres, para ayuntar o, por lo menos intentarlo. Y cargan, cada vez más encabronados, con el estigma de ser los culpables de que esto no se acabe. De esos hablo y mira, una cosa te voy a decir, demasiado bien se están portando y poco la han liado con lo que tienen encima.

Así que ¡Hola tristeza! ¿Has venido para quedarte?