El curso político ha empezado con un tema que lo atraviesa todo, el coste de la energía. En un lugar como Euskadi donde el 90% de la energía que consumimos es importada, lo llamativo es que hasta ahora no estuviese ni en la agenda política ni en las preocupaciones de la gente. Pero no somos los únicos, Alemania acelera las medidas para resistir al envite del primer invierno sin el gas ruso alimentando los hogares y la industria alemana. Depender de un solo proveedor nunca ha sido una buena idea, pero reaccionar rápido es la mejor de las respuestas ante tanta falta de previsión. 

Alemania, la locomotora de Europa por su fuerza industrial y comercial, por el volumen de su población (80 millones de alemanes) y por su relevancia como actor político fundamental en la construcción europea, lo ha hecho poniendo en práctica medidas de ahorro energético, qué después han ido copiando otros países, entre ellos España: control de temperatura máxima en los edificios, iluminación nocturna de edificios y monumentos, prohibición del uso de elementos luminosos de publicidad, cierre de puertas en los locales comerciales que dispongan de sistemas de calefacción, fomento el uso de transporte público que ha permitido reducir el uso del vehículo particular y el uso de combustibles, han sido asumidos por la población sin más drama. 

 

En un lugar como Euskadi donde el 90% de la energía que consumimos es importada, lo llamativo es que hasta ahora no estuviese ni en la agenda política ni en las preocupaciones de la gente

 

Alemania, que basó su política energética en la construcción de conexiones directas con Rusia para importar hidrocarburos en base a contratos de largo plazo a un precio muy ajustado, ha aprendido a fuerza de emergencia, aquello de que, a la larga, “lo barato sale caro”. 

Una situación imprevista, como la invasión de Ucrania por Rusia y las consecuencias de la guerra, ha de ser aprovechada para acometer las transformaciones necesarias que nos permitan hacer frente a la crisis energética y climática. Soluciones rápidas, pero transformadoras que se asienten de manera que podamos incorporar e interiorizar en las agendas políticas la emergencia climática como una prioridad constante que no quede aparcada con la llegada de nuevas urgencias. 

 

Ahora que parece que lo hemos entendido, que estamos en un momento alto de concienciación con respecto al cambio climático, la clase política tiene ante sí la oportunidad de impulsar una agenda verde que se identifique con el progreso.

 

Hace años que la comunidad científica alerta de que nos enfrentamos a una crisis climática que debe ir de la mano de una imprescindible descarbonización. Así lo ha reconocido esta semana la propia Ursula Vonderleyen durante la presentación de la Propuesta de Reglamento del Consejo relativo a una intervención urgente para hacer frente a los altos precios de la energía: mientras los Estados subsidiaban los combustibles fósiles, solo unos pocos visionarios (llamémosles activistas o militantes de partidos verdes), entendieron que el verdadero problema eran los combustibles fósiles en sí mismos. 

Ahora que parece que lo hemos entendido, que estamos en un momento alto de concienciación con respecto al cambio climático (el 82% de la población cree que estamos asistiendo a eventos provocados por el cambio climático, y el 45% de la población percibe el calentamiento global como una amenaza), la clase política tiene ante sí la oportunidad de impulsar una agenda verde que se identifique con el progreso. El partido que sea capaz de ser percibido por la población como el abanderado de políticas verdes efectivas y qué consiga atinar con los mensajes, conseguirá una relevancia que será clave en un año electoral en el que la agenda climática puede ocupar el espacio que se merece.