Serán muy pocos los votantes americanos que conozcan la copla que cantaron Concha Piquer, Miguel de Molina o Miguel Poveda. “Dime que me quieres, aunque no lo sientas, aunque sea mentira, pero dímelo”. Nos gusta tanto que nos quieran que aceptamos escucharlo aunque no sea verdad; aunque sepamos a ciencia cierta que no lo es.

Es posible que en aquella letrilla castiza esté el secreto del extraordinario resultado de Donald Trump y de otros populistas más cercanos. El amor, aun falso, puede más que la realidad, sobre todo cuando esta nos condena a la inseguridad, al miedo, a una insoportable incertidumbre. Queremos certezas y las queremos a cualquier precio. Sabernos engañados no es el mayor de ellos así que nadie mejor que uno de los nuestros, o uno que dice serlo, para contarlos lo que deseamos oír.

Queremos certezas y las queremos a cualquier precio

El nuevo presidente electo es un representante innegable de lo que se ha llamado el “establishment” político de los EE.UU., del grupo que ganó siempre y del que hay millones de personas, votantes suyos incluidos, que se sienten muy diferentes. De ahí el interés esperanzado que ha despertado Kamala Harris que, por ahora, no es vista como uno más de los patricios políticos de Washington. Esa clase de personas, que aquí hemos llamado clase política desde la extrema derecha y desde la extrema izquierda.

71 millones de votos para Trump

El éxito de Trump descansó en presentarse como todo lo contrario de lo establecido (y a fe que lo era) como un “no político”, como alguien que amaba a sus votantes y les decía siempre lo que querían escuchar, aunque fuera mentira, aunque fuese políticamente incorrecto, mejor incluso si lo era, puesto que eso le daba un brillo de autenticidad y reforzaba su alejamiento de ese grupo de profesionales del poder que aquí llamamos casta durante algún tiempo, el justo hasta que los inventores del término pisaron moqueta.

71 millones de americanos han votado a quien les dijo que les quería. Es mucha gente que comparte el ruego de doña Concha Piquer y que por encima de la verdad valoraron la calidez del mensaje y el estilo gamberro que Trump ha sabido mantener inamovible durante todo su mandado, a despecho de quienes -tan listos ellos- aseguraban en 2016 que el poder le moderaría. 

A Biden le toca la tarea de acercar a aquellos que aún se identifican con el mito de un país valioso, pionero de la democracia y de los derechos civiles y los que se sienten excluidos de ese relato, abandonados, y que decidieron que su voluntad era más valiosa que cualquier realidad. No estamos tan lejos. No pasa solo en los Estados Unidos.

Lo que no pueden descuidar Biden ni su vicepresidenta es la idea de que los sentimientos mueven las sociedades más que los informes de los economistas y de los 'think tanks'

Sería absurdo para el nuevo presidente copiar las mentiras y los exabruptos de Trump, como sí hacen otros líderes en todo el mundo y en España, por supuesto, pero lo que no puede descuidar, ni él ni su flamante y mestiza vicepresidenta, es la idea de que los sentimientos de las personas mueven las sociedades más que los informes de los economistas y de los 'think tanks'.

Es sabido que Biden ha atravesado momentos personales durísimos a lo largo de su vida; hay que confiar en que esas experiencias le ayuden a entender las necesidades de quienes necesitan sentirse queridos y representados. No será fácil pero de otro modo la fractura social seguirá intacta. Las previsibles consecuencias de la pandemia en cuanto a pobreza y miedo le darán oportunidad de ejercer una empatía que le diferencie de su antecesor, que no sea enemiga de la verdad y que sus ciudadanos van a necesitar con urgencia. "Ten misericordia de mi corazón, dime que me quieres -Joe Biden- dímelo por Dios".