Alex Rosenberg, un filósofo especializado en el estudio de la mente, publicó en 2019 un libro que no llegó a levantar tanta polvareda como la esperada, pero que tiene su gracia. Cómo la historia lo confunde todo, sería más o menos la traducción de su título que, para rematar la provocación, lleva en portada el famoso cuadro de Jacques-Louis David con Napoleón cruzando los Alpes, pero del revés, como si fuera un vulgar Felipe V de España en Xàtiva. La tesis de Rosenberg podría enunciarse así: una de las herramientas de supervivencia principales del homo sapiens, tan débil por naturaleza, fue la interpretación de la mente de sus enemigos o presas; de esa manera hemos desarrollado una especie de adicción a todo aquello que se asemeje a una interpretación narrativa que nos explique por qué suceden las cosas o qué pensaron y cómo razonaron ante determinados problemas quienes nos antecedieron; esa adicción se puede satisfacer plenamente con historias narrativas pero, esta es la mala noticia, casi siempre son falsas, no tienen mucho que ver con la realidad o, peor, nos inducen a tomar malas decisiones. Dicho de otra manera, tenemos una enfermiza tendencia a narrar lo que nos satisface con independencia de su veracidad, especialmente si son hechos del pasado.

Debo confesar que cuando comencé a leer este libro lo hice con el gesto contrariado porque yo vivo del pasado y de la explicación del mismo. Ya me dejó más tranquilo la distinción que hace Rosenberg entre la “historia narrativa” y, digamos, la “historia historiográfica”. Él se refiere a “las historias”, lo que nos contamos unos a otros desde que comenzamos a usar el lenguaje y que, junto a otros atributos (no muchos) nos hace humanos. Las comunidades humanas hemos tenido siempre nuestros cuenta-cuentos, los que cuentan “las historias”. Lo que tenemos desde hace relativamente poco tiempo es historiadores.

Pero los cuenta-cuentos no han perdido peso en nuestras sociedades modernas; al contrario, gozan de una robusta salud porque han encontrado un filón inagotable en la política

Pero los cuenta-cuentos no han perdido peso en nuestras sociedades modernas; al contrario, gozan de una robusta salud porque han encontrado un filón inagotable en la política. Es cierto, como dice también Rosenberg, que siempre han estado ahí largando ocurrencias que luego se han demostrado de implicaciones bastante catastróficas porque con asiduidad se toman decisiones políticas de envergadura basándose en ellas. Si se quiere un ejemplo claro de esto, con consecuencias que no hace falta ni mencionar, ahí está la llamada ley del Estado nación del pueblo judío, que eleva a rango constitucional las “historias” radicalmente falsas que llevan decenios contándose entre los israelitas.

Pero no hace falta irse a la otra punta del Mediterráneo para ver cómo eso que Rosenberg llama “historias” pueden armar el discurso político (y armarla gorda, de paso). Cataluña vota hoy en medio de un pandemia que no ha dejado títere con cabeza, ni en el sistema de salud, ni en la economía, ni en las relaciones sociales. Un hecho, ahora sí que sí, global que te hace sentir parte de un todo e intuir que no hay solución doméstica que valga. Pues con todo y eso hemos asistido a una campaña electoral que, de nuevo, se ha querido hacer girar sobre una palabra, independencia, ahíta de historias de lo más peregrinas y, como se ha visto, de lo más efectivas al mismo tiempo.

Históricamente Cataluña ha sido tan España como Zaragoza, pero si esto se postulara como punto de partida para luego decir, sí, pero queremos que deje de serlo, el discurso funcionaría bastante peor que si se dice que España ha tenido una especie de fijación histórica contra Cataluña (esto no es broma: en 2013 la Generalitat regó de dinero un congreso histórico para probar tal cosa). En el primer caso habría que argumentar por qué le iría mejor a Cataluña separada de España mientras en el segundo la narración histórica suple cualquier razonamiento. Pero es igualmente cierto que históricamente España no ha sido España. Ni los Reyes Católicos fundaron una unidad nacional, ni somos “una gran nación” desde hace siglos. España es el resultado de una descomposición imperial que se inició en 1811 y terminó en 1898. España también tiene sus cuenta-cuentos, como Elvira Roca o Pío Moa, que no están muy distantes de la nuda literatura de ficción que se entusiasma con esas historias, como la de Arturo Pérez-Reverte.

En Cataluña, en 2021 vemos cómo las historias buscan enfrentar Cataluña y España, ambas por encima de todo, como si fueran pedradas. Historias contra historias no han solido dar muy apetecibles resultados.

Lo malo no es que se haga ese uso de la historia, lo cual es inevitable y hasta diría que para eso está, sino que se traslade al ámbito de la política como un imperativo categórico. Después de la II Guerra Mundial Alemania, con mucho tino, quitó de su himno unas palabras colocadas ahí por las historias del pasado: Alemania por encima de todo. En Cataluña, en 2021 vemos cómo las historias buscan enfrentar Cataluña y España, ambas por encima de todo, como si fueran pedradas. Historias contra historias no han solido dar muy apetecibles resultados.

En medio de todo ello hay alguien que propone dejarse de historias y debatir no sobre lo que son los catalanes sino más bien sobre cómo quieren estar. No solo (ni principalmente dado el panorama) en cuanto a la nacionalidad sino también en términos económicos, sanitarios, educativos o asistenciales. Escuchar eso en debates donde todo era pedrada va, pedrada viene con las historias de siempre ha sido, cuando menos, un alivio. Hoy sabremos si es algo más que eso.