Esta pregunta es muy pertinente después de escuchar a los miembros del parlamento europeo el pasado día 19. Una sesión para llamar a capítulo al primer ministro de Polonia Mateusz Morawiecki que puso de relieve que las instituciones europeas no acaban de salir de una duda ontológica acerca de su propia naturaleza. Se puede vivir con una duda de ese calibre de manera más o menos cómoda hasta que te la plantean abiertamente y, sobre todo, hasta que de su resolución depende tu propia existencia.

 

Fue el Tribunal Constitucional de Polonia el encargado de mirar a los ojos de la Unión y decirle algo así como “aquí tú no mandas”, y esa es básicamente la cuestión, la soberanía

 

Fue el Tribunal Constitucional de Polonia el encargado de mirar a los ojos de la Unión y decirle algo así como “aquí tú no mandas”, y esa es básicamente la cuestión, la soberanía. Mostrando perfecta sintonía con la resolución del tribunal polaco, el jefe del ejecutivo planteó la cuestión ante el parlamento en los siguientes términos: Europa no es un Estado y la máxima ley en la Unión es la constitución de cada Estado. Esta afirmación no convenció mucho más allá del grupo de Visegrado y partidos satélites, como Vox. El líder de los populares europeos, quienes tampoco identifican la UE con un Estado, sostuvo que sí debe concebirse como una “comunidad de Estados”, dotada de unas reglas del juego comunes que hay que entender superiores (él dijo “más importantes”) al derecho constitucional de cada miembro de dicha comunidad.

Sobre la naturaleza de la Unión se viene debatiendo, política y académicamente, desde su mismo nacimiento. Lo que había sido en principio una especie de unión aduanera (no la primera ciertamente en la historia del continente), fue transformándose en los años noventa en algo mucho más complejo. Requirió de un nuevo tratado, el de Maastricht (1992), que perfeccionaba políticamente el de Roma (1957) y que debía haber conducido a otro definitivo, un tratado constitucional (2003). Ahí frenó, como es sabido, en seco y dicho paso hacia un dispositivo constitucional europeo quedó varado en Francia y Países Bajos, con sendos fracasos en su ratificación popular.

 

Abandonada la vía de una unión de Estados —la constitución— se optó en Lisboa (2007) por un experimento que, bajo apariencia de tratado internacional, establece, sin embargo, principios constitucionales

 

El premio de consolación, el Tratado de Lisboa (2007), es el que actualmente regula el funcionamiento de la UE. Abandonada la vía más habitual históricamente de consolidación de una unión de Estados —la constitución— se optó en Lisboa por un experimento que, bajo apariencia de tratado internacional, establece, sin embargo, principios constitucionales. Así, el Tratado de la UE, al modo en que operan las constituciones federales históricas, establece dos fundamentos: que todo aquello que no esté expresamente delegado a la Unión sigue siendo competencia exclusiva de los Estados y, en segundo lugar pero no menos relevante, que los Estados están obligados a seguir los
principios políticos básicos establecidos en el Tratado relativos a su forma de gobierno (democrática y con separación de poderes) y la seguridad de las libertades y derechos de sus ciudadanos. Dicho de otra manera, la pertenencia a la Unión obliga constitucionalmente.

El primer ministro polaco se agarró el día 19 como un clavo ardiendo al hecho de que la Unión no es un Estado, asumiendo que solamente los Estados pueden ser identificados con la soberanía. Desde 2007-2009 esto no es exactamente así, porque lo que se aceptó con el Tratado fue una determinación constitucional de la Unión respecto de los Estados de modo que, siempre que estén dentro de la Unión, no son soberanos para alterar la división de poderes, limitar los derechos y libertades de sus ciudadanos o desconocer el derecho producido en la Unión. Por eso la Unión es definida como comunidad de Estados “y de ciudadanos”. No otra cosa ocurre en federaciones como la norteamericana.

 

 Los Estados están obligados a seguir los principios políticos básicos establecidos en el Tratado relativos a su forma de gobierno y a la seguridad de las libertades y derechos de sus ciudadanos. La pertenencia a la Unión obliga constitucionalmente.

 

La diferencia con esta última, y que le sirve de asidero al premier polaco, es que no hay constitución europea propiamente dicha. En esto, la Unión ha procedido ciertamente de un modo extraño y por dos vías. Una constitución es algo así como una fórmula, que deja a la legislación posterior ofrecer los resultados del cálculo de su aplicación. Fracasada la constitución, lo que la Unión hace, como primera vía, es producir directamente el cálculo en forma de directivas.

La segunda vía, también contradicha por el Tribunal polaco, ha sido la generación de una jurisprudencia europea a través de Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Justamente porque la unión lo es de Estados y ciudadanos es por lo que este tribunal se convierte en garante de una aplicación efectiva del derecho europeo en los Estados miembros. Es la otra pata federal de la Unión, sin la cual esta carece de sentido. Por ello la constitución de Polonia, como la de España o cualquier otro miembro de la Unión, tendremos que ir viéndolas con el tiempo más bien como una especie de estatutos de autonomía o de constituciones estatales.