Supongo que aún quedará quien recuerde los primeros meses de la pandemia, cuando Pedro Sánchez salía casi a rueda de prensa diaria en medio del confinamiento. Fueron tiempos en que, para indignación de muchos responsables políticos, los decretos de alarma traspasaron todo el poder de España al Gobierno central y ni siquiera a todo él, solo a la ministra de Defensa, Margarita Robles; al ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska; al ministro de Transportes, José Luis Ábalos; y al de Sanidad, Salvador Illa.

Aquel “atropello a la estructura territorial de España” y “a la libertad de sus ciudadanos”, se hizo tan insoportable para sus muchos críticos que la consecución de mayorías parlamentarias para ratificar y prolongar los estados de alarma sucesivos se convirtió en un calvario para el Gobierno y en una ocasión estupenda para que el Congreso mostrase su nivel de calidad parlamentaria.

Hasta que, por fin, alcanzada la “nueva normalidad” (que nadie pensó entonces que sería el prólogo de una nueva ola) el Gobierno se rindió a la presión o movió ficha deliberadamente -vaya usted a saber- y decidió traspasar la responsabilidad a quienes en puridad y de acuerdo con la estructura territorial de España,  tienen las competencias sanitarias, que son los Gobiernos autonómicos (algo que muchos constitucionalistas sobrevenidos y gritones deberían recordar).

El Gobierno renunciaba al presidencialismo que tanto se le había criticado y las decisiones incómodas tendrían a partir de entonces el sello local.

Y ahí fue el llanto y crujir de dientes federal y confederal.El Gobierno renunciaba al presidencialismo que tanto se le había criticado y las decisiones incómodas tendrían a partir de entonces el sello local. Serían los presidentes autonómicos los encargados de administrar la desescalada (que ha resultado ser todo lo contrario). Solo quedaba en manos centralistas el estado de alarma, que, por afectar a derechos fundamentales, solamente puede establecerlo el Congreso. La comunidad autónoma que lo quisiera solo tenía que pedirlo para sí: cri, cri, cri…resonó el silencio.

El Estado de alarma era el lobo. Una intolerable agresión a las libertades cívicas que ni se nombraba, de puro miedo. Menos mal que vinieron los franceses y hablaron con naturalidad nada menos que de “toque de queda”, un término mucho más duro que nadie se hubiese atrevido ni a pronunciar en España hasta que quedó convenientemente blanqueado o afrancesado, que es algo que siempre aporta un tono fino y glamuroso. Menos mal que nos prestaron ese término porque no sé cómo hubiéramos llamado a prohibir salir.

¡Sánchez, prohíbeme tú!

Y en esto llegó la segunda ola y las autonomías, aterradas ante la posibilidad de tener que tomar decisiones impopulares volvieron a protestar pero por lo contrario que antes, diciéndose ahora “abandonadas a su suerte”, “a los pies de los caballos”, “luchando en soledad”, cuando lo cierto era que podían tomar cuantas decisiones quisieran pero, eso sí, ahora sin poder señalar un culpable foráneo cuando las restricciones molestasen a sus vecinos.

De este modo cualquier acuerdo de coordinación era no solo incómodo sino casi imposible: ¿Por que allí sí y aquí no?

Por si fuera poco la inquina política que forma parte de nuestro paisaje político encontró nuevos campos en los que sembrarse y las diferentes decisiones tomadas por los Gobiernos autonómicos, lógicas según fuera su incidencia y circunstancias particulares, se convirtieron pronto en competiciones en las que mostrar pecho político frente a los demás y, sobre todo, frente al Gobierno de la Nación si no era de los suyos.De este modo cualquier acuerdo de coordinación era no solo incómodo sino casi imposible: ¿Por que allí sí y aquí no? Pero sobre todo porque algunas comunidades, como Madrid, decidieron que de ninguna manera acordarían nada que les acercase a ese Gobierno social-comunista-bolivariano y que ellos (ella) mostrarían su distancia haciendo siempre algo diferente, aunque fuesen solo dos huevos duros de más o de menos.

En medio de ese ecosistema de puyas y suspicacias el derecho de las autonomías a decidir se ha convertido en una patata que quema y mucho. Se equivocó el ministro Illa diciendo que no habría 17 navidades. Las ha habido pero incluso con matices dentro de cada una de las 17. El resultado es que el sudoku navideño se ha complicado tanto que solo nos queda aplicar el sentido común personal y privado, ya que enterarse de lo que se puede hacer o no legalmente aquí o allá, hoy o mañana, es humanamente imposible.