Justo un mes después de que los ministros tomasen posesión de sus cargos se decretó el primer Estado de Alarma de los que después vendrían con la pandemia. Aquel mismo 14 de marzo arrancó una carrera de la derecha española contra el Gobierno de Sánchez llena de declaraciones y valoraciones, siempre críticas, pero que en ocasiones han venido adornadas con episodios impagables: desde la pretensión, no por repetida menos ridícula, de que el único acto público que contaminó España (y hasta Europa entera) fuese la manifestación feminista del 8 de marzo, hasta la última e inconcebible protesta de los conservadores españoles porque el escudo de España sea demasiado visible en las cajas que contienen las vacunas.

La idea de que la pandemia sería “el Prestige del PSOE”: el evento catastrófico que mostrase la ineptitud del Gobierno, sobrevoló desde el principio la imaginación de los tácticos de la oposición de derechas. Parecía un recurso razonable mientras duró el tiempo en que se ignoraba hasta dónde iba a llegar la crisis. Solo que conocida la magnitud mundial del desastre, aquella táctica de señalar como erróneas todas y cada una de las decisiones y como incompetentes a todos los implicados en ellas empezó a desmoronarse, sobre todo porque las noticias desde otros países, incluso los gobernados por partidos conservadores, venían a mostrar situaciones muy parecidas a las nuestras y decisiones tan malas o incluso peores que las que tomaba el Gobierno de Sánchez. Escandalizarse por la tardanza en adoptar aquel estado de alarma con entonces 4.231 infectados y 120 fallecidos (Italia lo aprobó con 9.172 infectados y 400 muertos y el Reino Unido con 5.687 infectados y 281 decesos) resultó compatible con la exigencia, no menos ruidosa e indignada, de levantar las restricciones cuanto antes y acabar con aquellos intolerables estados de alarma que se habían exigido hacía bien poco.

La idea de que la pandemia sería “el Prestige del PSOE”: el evento catastrófico que mostrase la ineptitud del Gobierno, sobrevoló desde el principio la imaginación de los tácticos de la oposición de derechas.

En medio de la algarabía mediática y política que ha adornado la crisis de la pandemia se han visto cosas como que la que se nos presentó como nueva y prudente portavoz, Cuca Gamarra, (en contraste con Cayetana Álvarez de Toledo) llegase a acusar al ministro Illa de ser “una especie de Fernando Simón”, lo que da idea de la inquina que despertó el experto epidemiólogo al que PP, Cs y Vox negaron la posibilidad de que su ciudad natal lo reconociera, tildándole incluso de canalla. Estos días la portavoz sanitaria de los populares, exministra y expresidenta del Congreso, Ana Pastor, carga con la cruz de uno de esos tuits desafortunados escrito en mitad del calentón que viene sufriendo toda la derecha hispana desde marzo.

A la tentación irresistible de nuestra derecha tradicional de no desaprovechar esa oportunidad de atacar al Gobierno con un tema tan importante y dramático, se sumaba el problema para ellos novísimo de tener competencia dentro de su propio campo. Al PP, históricamente dueño electoral de todos los matices de la derecha, le había salido un grano electoral cálido e incómodo en mitad del desierto ideológico que constituye el pensamiento conservador español.

Casado no puede vencer contra la osadía casi adolescente de Díaz Ayuso que, de puro simpática, la eleve a esa especie de Agustina de Aragón centralista y descarada como la han llegado a dibujar.

Pero en los ríos revueltos de la nueva comunicación hay quien pesca sin necesidad de complejas estrategias, solo con el sedal de su atrevimiento y de un contraste deliberado con cualquier cosa que diga o haga el Gobierno de la Nación. A falta de una alternativa política solvente, la presidenta madrileña se ha convertido en la cara de la simple pero eficaz contestación contra Sánchez. Casado no puede vencer contra la osadía casi adolescente de Díaz Ayuso que, de puro simpática, compensa con creces sus meteduras de pata, que le sirven paradójicamente para que la izquierda, al criticarlas, la eleve a esa especie de Agustina de Aragón centralista y descarada como la han llegado a dibujar. Si los datos de la pandemia en Madrid no empeoran después de estas fiestas (y puede que incluso aunque lo hagan) la imagen de la presidenta madrileña entre los votantes de la derecha puede ser un problema para Casado que, por si fuera poco, ha de enfrentarse en solitario a un posible fracaso en Cataluña como el que tuvo su PP en Euskadi y como el que le supuso la victoria del PP que no es suyo en Galicia.

Menos mal que el CIS, que acaba de recuperar instantáneamente su prestigio con solo dar una posible mayoría a la oposición, le está dando algún alivio al presidente del PP, aunque sea necesitando a su cálido e incómodo grano.