Estamos viviendo uno de esos momentos en los que recordamos exactamente qué hacíamos tal día como hoy pero diez años atrás. Seguro que cada una de nosotras tiene grabado en la memoria el momento en el que ETA anunciaba el abandono definitivo de las armas. Cuando a los periodistas nos preguntaban hace diez años cuál era la noticia que nos gustaría dar siempre recurríamos a dos acontecimientos grandiosos; el primero, la vacuna contra el SIDA y el segundo, la desaparición de la banda terrorista, el fin de sus acciones, que muchos sectores de la población dejasen de vivir con miedo, que la paz diese paso a una floreciente etapa en lo económico, en lo social y en lo político, que nos sintiésemos libres para opinar desde la discrepancia. El primero de los deseos no se ha cumplido aún, la enfermedad se ha cronificado y aunque siguen existiendo contagios, morir de ese virus ya no es tan fácil. El segundo sí, el deseo de paz, del fin de los atentados, de las muertes y del dolor sinrazón llegó hace ahora diez años.

 

Creo que a nadie se le olvidará ese momento, el escalofrío que nos recorrió, la emoción en el corazón, el nudo en la garganta. Olía a paz y no hay nada mejor que ese aroma

 

Recuerdo el nerviosismo en la redacción de la radio el día en el que se intuía que el anuncio del fin de los atentados estaba a punto de llegar. Pegados al diario GARA, sin quitar ojo a su web, con nervios. Y por fin llegó el tan ansiado anuncio:

 

"ETA acaba de anunciar que "ha decidido el cese definitivo de su actividad armada". A través de un comunicado remitido a GARA, apenas tres días después de la Declaración de Aiete, la organización armada vasca comunica que ha tomado esta decisión histórica y añade su "compromiso claro, firme y definitivo" de "superar la confrontación armada". Con ese objetivo, hace "un llamamiento a los gobiernos de España y Francia para abrir un proceso de diálogo directo" destinado a solucionar "las consecuencias del conflicto".

 

Creo que a nadie se le olvidará ese momento, el escalofrío que nos recorrió, la emoción en el corazón, el nudo en la garganta. Olía a paz y no hay nada mejor que ese aroma.

En estos días en los que recordamos ese anuncio del 20 de octubre de 2011 me ha dado por recordar otros momentos que aún hoy me hacen estremecer. Más allá de los vividos como periodista, como persona encargada de comunicar a la sociedad a través de los medios que ETA había cometido una nueva salvajada, me vienen a la cabeza una serie de situaciones trágicas que nunca olvidaré. Entonces no olía a paz sino a sangre, a humo, a miedo, a angustia y a dolor, mucho dolor.

Tengo tres momentos especialmente fijados en mis recuerdos. El primero ocurrió el 7 de noviembre de 1991, día en el que ETA hizo estallar el coche del guardia civil Antonio Moreno. Dos terroristas habían colocado una bomba lapa en los bajos de su vehículo. Ese día Antonio fue a recoger a la piscina a sus dos hijos gemelos, Fabio y Alexander. Al coger una curva en la entrada de Erandio la bomba estalló y Fabio, un niño de dos años, murió en el acto. Antonio contó que tuvo que recoger a su hijo a trozos, que no sabía cómo sujetarlo, que se le caía por todos los sitios. Jamás podré olvidar el instante en el que en el pueblo se supo del asesinato. Silencio. Dolor. Más miedo. Nunca olvidaré tampoco lo mucho que sufrió Arantza, la madre de Fabio, mi compañera de colegio.

 

Entonces no olía a paz sino a sangre, a humo, a miedo, a angustia y a dolor, mucho dolor

 

Los otros dos recuerdos terribles se concentran en el mismo año, 1997. El 13 de julio, domingo, ETA asesinaba a Miguel Ángel Blanco. Los días previos a su ejecución, los que el joven concejal estuvo secuestrado, nos retrataron como una sociedad que ansiaba la paz, que estaba harta de vivir aterrorizada, que quería el fin definitivo de tanto mal irracional. Salimos a la calle en masa. El sábado anterior al asesinato, miles y miles de personas ocupamos cada rincón de Bilbao clamando por la liberación de Miguel Ángel. Yo estaba embarazada entonces y mi familia me pidió que no acudiese a la movilización como precaución ante el gentío que se esperaba. No les hice caso. Sentía que tenía que estar ahí, que mi grito debía sumarse al de tantas personas que suplicaban por la vida del joven. Al día siguiente, jornada soleada de verano, se llenaron las playas pero no había alegría. Todo el mundo pegado a la radio esperando el desenlace. Y llegó la fatal noticia. Miguel Ángel Blanco había sido asesinado. Se hizo un silencio denso en el arenal. Jamás había estado en una playa tan triste.

 

Hoy hay que recordar lo vivido, explicárselo a los más jóvenes, darles pelos y señales de lo que sucedió y de lo que significaron tantos años de dolor y muerte

 

Ese mismo año, el 13 de octubre, ETA pretendía colocar una bomba en las jardineras que adornarían los alrededores del Guggenheim el día de su inauguración. El ertzaina Txema Agirre, de 35 años, sospechó de la furgoneta que portaba las flores y de sus ocupantes. Al requerirles la identificación, los terroristas le dispararon a bocajarro. Falleció unas horas más tarde. Ese día Txema le dio el relevo en su puesto una persona muy cercana a mí.

Hoy, diez años después de la Declaración de Aiete y del fin definitivo de las acciones armadas de ETA, no puedo evitar pensar en el sufrimiento de tantas personas que durante muchos años han vivido mirando hacia atrás, en los bajos de sus vehículos, cambiando sus recorridos a diario, sin poder contar ni siquiera a sus hijos, cuál era su profesión, en los y las compañeras periodistas forzados a cambiar de residencia, de territorio, de vida y en los supervivientes del terrorismo que aún hoy siguen traumatizados.

Hoy hay que recordar lo vivido, explicárselo a los más jóvenes, darles pelos y señales de lo que sucedió y de lo que significaron tantos años de dolor y muerte. Hay que contárselo para que no se vuelva a repetir. Ahora nos sentimos libres y nadie mejor que quién ha sufrido para explicar lo que significa perder la libertad.