No entiendo, y me molestan, el coaching, las consultorías, los popes de la política, del marketing, de la comunicación,… que no son capaces de explicar a qué se dedican, pero que te cobran por decirte lo que tienes que hacer.

No puedo, lo confieso, con las explicaciones pseudojurídicas de recién ilustrados, a los que les acaban de pasar el argumentario. Por supuesto, me rechinan los tertulianos y las tertulianas generalistas, poco informados (es decir, de parte) y con nula visión periférica, ni siquiera lateral. Orejeras de burro permanentes.

Soy un simple. Más de cortar que de desatar. No me gusta que me líen o que intenten liarme. Te falta información, dicen. Pues dámela, contesto. Y añado, puto listo. Pues mira que en Madrid, anda que en Cataluña, más corruptos son los otros… Pesebreros. 

Pero sobre todo aborrezco a los que te conducen al abismo a sabiendas. A los que quieren y van a hacer daño. Daño a la convivencia, destrozo social, división cainita. A los que solo reconocen la legitimidad propia y dedican todos y cada uno de sus días a negar el derecho a la victoria del otro, sin detenerse a pensar por un minuto en algo más allá que sus propios, particulares y, por lo tanto, espurios intereses económicos o legales. De poder. 

Nada de mirar el conjunto. Enfrentar. Cuanto más duro mejor. Género contra género. Comunidad contra comunidad. Paisano contra paisano. Caos, gritos, confusión. 

Les confesaré un truco. Cuando todo llega al momento soñado por estos profesionales del escándalo. Cuando ya no entiendo, aunque lea decenas de  sesudos análisis ultralegalistas, presuntamente, o superobjetivos, aunque menos, que no aclaran nada de nada. En ese momento cojo la falcata de Alejandro y corto el nudo.

Repaso mi experiencia vital, y los Acontecimientos, con mayúscula, que en ella sucedieron. Entonces me sitúo y decido. 

Mi madre fue una pequeña empresaria comercial que cuando empezó su actividad, a finales de los sesenta, debía de contar con la aprobación de mi padre para tener una cuenta bancaria y tomar decisiones empresariales. 

Mi padre, trabajador industrial, carecía de derecho a la  libre sindicación, porque solo había un sindicato franquista, en el que había que infiltrarse camuflado en organizaciones obreras de raíz cristiana, con riesgo de detención y de cárcel. 

No hablemos del resto de derechos que no tuvieron mis padres hasta pasados sus cuarenta años. Derecho al divorcio, al aborto, de votación y decisión, de ser electores o elegidos. A hablar o a callar.  Y no solo lo segundo. A que sus hijos y sus nietos tuvieran una sanidad y educación pública y universal, pagadas con los impuestos de todos. Y acceso a la Universidad. A disfrutar de una constitución y un estatuto de autonomía que garantiza cada día sus derechos.

Y cuando recuerdo todo esto -tengo que hacer un esfuerzo porque la mente humana siempre da por sentado lo que forma parte del paisaje-, miro las fotografías antiguas para saber dónde estuvo cada uno y cada cual. Y siempre faltan los mismos. Los privilegiados. Y los que trabajan para ellos.