De entre los varios personajes detestables que pueden encontrarse en 'Patria', hay uno especialmente deleznable. Se trata del cura del pueblo sin nombre, que en el relato de Fernando Aramburu es el vector que incula en la madre del terrorista el virus capaz de permitirle asumir como necesaria y justa la muerte del marido de su mejor amiga a manos de su propio hijo. Lo hace con un discurso que envuelve el mal con un argumento moral capaz de ocultarlo completamente: Dios quiere a su lado a los “vascos buenos”, los que están dispuestos a sacrificarse para “defender nuestra identidad” y que alguien pueda así continuar, generación tras generación, rezando en euskera y viviendo como tales buenos vascos. Es un envoltorio pensado para que nunca se retire, para que el mal quede oculto siempre a la vista y pueda así extenderse social y temporalmente su justificación.

“Hacer justo algo”, eso es justificar y eso es lo que, a mi juicio, encarna este personaje de Aramburu. Hubo, mientras ETA asesinaba a los “malos vascos” y a los “opresores españoles”, muchas personas que, al igual que ese cura, socializaron el mal envolviéndolo en un argumento moral en el que hasta Dios podía ser prescindible, pero no Euskal Herria. Actuaron como si estuvieran construyendo un superyo colectivo que debía plegarse a las exigencias del ello vasco: el criterio moral construido a base de las exigencias y apetencias, incluso los caprichos, de la patria.

El Estado democrático le ganó el pulso a ETA, no cabe de ello duda alguna. ETA anunció el cese de su actividad terrorista y su disolución con una mano delante y otra detrás, sin nada que mostrar como triunfo, eso que les pone tanto a los militares.

'Patria' es un relato de ficción y, por lo tanto, puede ser discutible la verosimilitud de sus personajes, lo que dicen y lo que sienten. Pero, a pesar de su nombre, no lo es Olvido Valle, la viuda de Antonio Pastor Martín. Desde un coche lo ametrallaron a la puerta del cuartel de Herrera, en Donosti. No solo sus asesinos sino también y sobre todo quienes dijeron al paso de Olvido “otro que ha caído”, quienes, muchachos apenas adolescentes, les arrojaron piedras al salir del hospital, quienes se negaron a servirle un café en el bar, a quienes tuvo que mentir durante años diciéndoles de que su marido había muerto en un accidente de tráfico y aceptaban la mentira sabiendo que lo era… a todos ellos alguien les había enseñado a ver solamente el envoltorio moral del mal: es por Euskal Herria, algo habrá hecho, se lo merece. Puede que 'Patria' incluso se quede corta.

Es importante, mucho, que se acepte que en Euskadi se vivieron décadas en las que se socializó el mal hasta convertirlo en un discurso público. Sí, como suena: desde el poder público también se aceptó el regalo del mal envuelto en una moral patriótica de pacotilla.

Los dos bandos, la equidistancia, la aceptación del otro, el conflicto… anda que no se generaron palabras públicas para elaborar un mensaje que, de nuevo, escondía el mal en un envoltorio moral sumamente cómodo y permitía con ello que continuara socializándose: mostrar símbolos diferentes a los de la patria abertzale era crispar, llamar a las cosas por su nombre era provocar y pedir el final de ETA era ver solamente una parte del sufrimiento. Son palabras salidas de bocas con nombre propio, tan propio como el de Olvido: Javier Arzalluz, Joseba Azcárraga, José María Setién.

Lo que nos corresponde hoy como sociedad es desenvolver finalmente aquel regalo envenenado, retirarle todo discurso de justificación moral y dejar el mal a la vista.

El Estado democrático le ganó el pulso a ETA, no cabe de ello duda alguna. ETA anunció el cese de su actividad terrorista y su disolución con una mano delante y otra detrás, sin nada que mostrar como triunfo, eso que les pone tanto a los militares. Ya no hay, por lo tanto, mal presente y futuro que justificar, pero sí lo hay pasado y desactivarlo completamente es, quizá, la labor más honrosa que pueda hacerse desde el poder público en Euskadi. Hace unos meses, en la presentación de la biografía política de Fernando Buesa escrita por Antonio Rivera y Eduardo Mateo, José Antonio Zarzalejos tuvo unas palabras muy oportunamente escogidas para el lehendakari Iñigo Ukullu. Quería agradecerle públicamente y con todo merecimiento su presencia en ese acto, pues allí le tocó a Urkullu escuchar cosas sobre su partido que preferiría no tener que oír. Zarzalejos sabía bien qué había que agradecer: Urkullu marcaba con su presencia una distancia sideral con su predecesor nacionalista en el cargo, Juan José Ibarretxe, bajo cuyo mandato más ampliamente se transmitió desde el poder público el discurso que envolvía con una moral patriótica la socialización del mal.

Lo que nos corresponde hoy como sociedad es desenvolver finalmente aquel regalo envenenado, retirarle todo discurso de justificación moral y dejar el mal a la vista: Olvido Valle nunca debió recibir aquella llamada, ni ir al hospital a ver morir a su marido, ni oír lo que oyó; la deberían haber arropado en el bar y darle aquel café; nadie debería haber admitido que tuviera que ocultar la muerte de Antonio y todo el pueblo debería haber asistido a su funeral y repudiado su asesinato. Pero no fue así, fue al contrario y por eso el mal duró tanto. “Hay que pasar página” es uno de los mensajes del nuevo envoltorio que se le quiere hacer para perpetuarlo ya solo como memoria, que no es poco. La pasaremos cuando la hayamos leído y se la hayamos leído a nuestros hijos. Es más, entonces la página se pasará sola.