Ya lo dijo el inefable Jon Idígoras (para los más jóvenes, un aprendiz de torero que dirigió Herri Batasuna, hoy Bildu): la lucha de Euskal Herria no tiene límite y su juventud estará siempre presta para continuarla hasta la liberación del pueblo. Lo que no se imaginaba Chiquito de Amorebieta era lo cargada de futuro que estaba aquella frase, seguramente plantificada en un mitin con la finalidad de enardecer a los retoños del Movimiento, que por aquel entonces no necesitaban mucho más para salir del acto buscando algún autobús al que pegarle fuego. Lo que tampoco sabían aquellos jóvenes a quienes el senior ordenaba un “apreteu”, como si de unos vulgares CDR se tratara, era que con el tiempo lo del cóctel molotov, las pintadas con diana y nombre dentro o las palizas a los disidentes de la causa se iba a trocar en moqueta, olor a madera noble, salarios de 50K para arriba y, claro, junto a todo ello cierto acomodamiento porque a ver quién no le coge gusto a todo esto, sobre todo cuando las rodillas ya no son lo que eran y la gente empieza a mirarte mal porque ya no tienes detrás a los que solucionaban aquello borrándote esa cara de desprecio al gudari con una 9 milímetros parabellum en la nuca, o donde pillara.

¡Ah, qué tiempos! Entonces sí que se podía y se debía entregar uno a la lucha por el pueblo. Teniendo en cuenta que el pueblo lo definían quienes luchaban por él, aquello era toda una bendición. Y qué faena cuando todo se vino abajo: ETA se rajó, los dirigentes de Herri Batasuna se pusieron de perfil y fueron haciéndose lifting tras lifting y, cuando a su ritmo de caracol, ETA se hizo finalmente humo, la política empezó a tentar a aquellas señoras y señores que no sabían muy bien para qué habían levantado el puño durante treinta años, pero sí sabían que lo último que harían sería decir que el terrorismo, al que al fin y al cabo debían ahora la moqueta, el olor a madera noble y los sueldos de 50K para arriba, había sido sencillamente injusto e inmoral.

 

¡Ah, qué tiempos! Entonces sí que se podía y se debía entregar uno a la lucha por el pueblo. Teniendo en cuenta que el pueblo lo definían quienes luchaban por él, aquello era toda una bendición

 

Creyeron que no pronunciar jamás esta evidencia, que preservar la justificación moral del terrorismo les seguía proporcionando un brillito revolucionario en la espesa pátina que se les iba pegando a fuerza de despachito oficial. Pero como bobos no eran, sabían también que la política sin violencia era otra cosa y que ya no valía digo y hago esto por mis santos huevos (y porque tengo de postre al tipo que lleva la 9mm). Así que poco, pero algo, fueron aflojando también por ahí. Como entre dientes y con los labios en diagonal, como quien dice algo al dictado y obligado se les ocurrió soltar algún día que bueno, que quizá no estuvo del todo bien y que nunca debió haberse producido el dolor de las víctimas y, aunque suene indignante, porque lo es, que quizá duró más de la cuenta y, que no se nos vaya a olvidar porque va en el mismo paquete, que quienes provocaron ese dolor irreparable salgan ya de la cárcel. Y hasta aquí puedo leer, dijo ese día Arnaldo Otegi, porque, manteniendo en esto también el viejo estilo, se trataba de una comparecencia sin preguntas, no fuera a ser que algún periodista cabroncete, de los que antes o se callaban o los callaban, fuera a preguntar si eso significaba condenar los asesinatos de los contrincantes políticos del propio Otegi y a ver qué digo entonces.

 

Pero han hecho las cosas tan mal, que han vendido su alma revolucionaria por unas moquetas, los aromas a maderas nobles y los sueldos arriba de 50K. Hasta en el lenguaje se empiezan a acomodar a lo institucional

 

Pero hete aquí que no solamente analistas y tertulianos estaban tomando nota de esas palabras para luego hacer su exégesis (cuando estaba casi citándose a sí mismo varios años antes). Los jóvenes a los que se dirigía en los noventa el hijo de Juanita Gerrikabeitia habían retoñado en Euskal Herria y también escuchaban estas palabras sintiéndolas como puñales en su alma revolucionaria. Sus aitas han hecho las cosas tan bien, que el euskera, los símbolos patrióticos y la jerigonza nacionalista son ya paisaje. Nadie va a ir a partirse la crisma por la ikurriña que está hasta en la sopa, el euskera que es obligatorio para todo excepto si eres lumpen, es decir, inmigrante de mierda que puedes servir una cerveza o limpiar un wáter con que sepas decir agur y tal, o la patria que celebra todos los años su día y otro se pide que traigan un cuadro que anda por Madrid siendo nuestro porque somos la nación del Gernika y hasta el año que viene. Pero han hecho las cosas tan mal, que han vendido su alma revolucionaria por unas moquetas, los aromas a maderas nobles y los sueldos arriba de 50K. Hasta en el lenguaje se empiezan a acomodar a lo institucional, como lamenta el alcalde de Hernani, tratando de mantener el viso revolucionario: pero si es que hasta decimos ya Euskadi y Navarra. El alcalde de Hernani justamente, la plaza que en la época en que banderas victoriosas se enseñorearon de ella quedó limpia de elementos indeseables para la patria, ha sido el primero en comprobar que los jóvenes de Idígoras siempre viven.

Sí, ya sabemos que son de cartón-piedra, puro decorado, que llegando la nieve se van a esquiar pero también lo eran sus aitas y míralos. Su juicio es inapelable, como debe ser todo juicio revolucionario: se han aburguesado y ahora ellos deben dar cumplimiento a la voluntad del torero.