A lo largo de sus seis capítulos, la miniserie de Movistar Antidisturbios nos presenta una muy convincente inmersión en el mundo de aquellos de nuestros conciudadanos que se ganan la vida dispersando a la gente a porrazos en la calle, y lo hace con honestidad, compasión y un espléndido ritmo narrativo, ofreciéndonos un producto bastante insólito en el panorama audiovisual español que, lamentablemente, se ha prestado a interpretaciones un tanto obtusas, como suele pasar aquí cuando un tema lleva a algunos a la confirmación de prejuicios firmemente asimilados: la Policía Nacional ha manifestado su desagrado por la imagen que se da del cuerpo, mientras que los profesionales del progresismo han creído ver un lavado de imagen a las fuerzas de la represión. Yo creo que unos y otros yerran el tiro y que Antidisturbios, escrita por Rodrigo Sorogoyen (que también dirige algunos episodios), Isabel Peña y Eduardo Villanueva, evita la apología y la crítica y trata de ir al fondo de la cuestión, a eso que Graham Greene llamaba El factor humano. Si a ello le añadimos una trama que engancha, una dirección brillante (y vibrante: las secuencias de acción están muy bien resueltas), un elenco que funciona (y vocaliza, algo que en el cine español no es tan común como debería) y un tono que recuerda, para bien, los contundentes thrillers del francés Olivier Marchal (con el mérito añadido de que Sorogoyen, a diferencia de Marchal, no fue poli antes que cineasta), tendremos la que a mí me parece una de las mejores series jamás producidas en nuestro país.
La trama de Antidisturbios se centra en la corrupción política y el uso delictivo de los cuerpos policiales, que en este caso se reducen a los antidisturbios y a los que deben vigilar a sus propios compañeros por el bien de la sociedad. Asistimos, pues, en paralelo a las andanzas de una joven agente de Asuntos Internos (Vicky Luengo) y de los seis pasajeros de una furgona de Madrid (Hovik Keuchkerian, Roberto Álamo, Raúl Arévalo, Alex García, Raúl Prieto y Patrick Criado), y aunque Laia Urquijo nos caiga muy bien, la verdad es que lo más logrado de la serie es el retrato del subinspector Osorio y sus muchachos, los agentes Úbeda, López, Parra, Bermejo y Murillo, pandilla variopinta en la que hay un poco de todo: casados atormentados y estresados, divorciados superados por los acontecimientos, pretorianos, guaperas de discoteca y hasta un macarrilla, todo ello sin pretender sacar ninguna conclusión sobre los antidisturbios, más allá de la evidencia de que, como en el resto de la sociedad, cada uno es de su padre y de su madre. En ese sentido, la visión voxista (¡denigran a nuestros muchachos!) o podemita (¡justifican la represión!) son igualmente miopes y mal intencionadas: yo no sé si los chicos de Osorio son representativos de lo que puede encontrarse en el cuerpo de antidisturbios, pero resultan creíbles y están tratados con seriedad y empatía para no convertirlos en personajes de cartón piedra. Ese riesgo solo se corre con el excomisario Revilla (Paco Revilla, seudónimo del padre de Sorogoyen), cuyo parecido con el inefable Villarejo resulta más que evidente.
La mirada compasiva sobre una gente que muchos consideran unos tarugos, unos energúmenos de extrema derecha o, simplemente, carne de cañón, me parece lo más interesante de la propuesta, aunque se corra el riesgo de que ciertos espectadores que también pueden ser descritos como tarugos y/o energúmenos la entiendan como mejor les convenga. Para disfrutar de Antidisturbios, más vale que todo el mundo se meta los prejuicios por donde le quepan antes de verla.