La tribu es un término que está lleno de implícitos, de claves que, en un lenguaje interno, tejen complicidades, camaradería y un montón de elementos de comunicación que no usan palabras, que se forman sólo con miradas, gestos, sonidos o silencios. La sensación que uno siente cuando tiene su tribu es como el abrazo de su “bar de las grandes esperanzas”, es como estar en donde no se reprochan los defectos, donde los pecados no condenan, donde uno siempre encuentra la palmada en la espalda del amigo, el ardor del whiski en la garganta o puede esconderse en los brazos de una mujer cómplice.

Manu Leguineche logró convertir el periodismo que él hacía y lo que le rodeaba en una tribu. Ese espíritu, esa cabaña, forjaba amistades, compañeros y un modo de entender la profesión que volaba mucho más alto que las ideologías. El punto de mira no era la verdad, eran las personas. Todas las historias que escribió este vasco universal desbordaban personas y humanidades llenas de verdad. De esa forma trabajó en todas las redacciones que dirigió, poniendo por encima a su gente y las historias de su gente.

Posiblemente fue el último periodista romántico. Intelectual, escritor, leído, viajado, bebido, comido, gastado, amado y amante. Alguien que buscaba la noticia en la conversación de verdad, sin mirar el reloj, pero bien bañada de anís Machaquito o de lo que se terciara, antes que extorsionando filtraciones a costa de no se sabe qué precio político. Porque es así como se llega al conocimiento interior y real de la persona. Y ésa es la llave que gira la cerradura mágica de la verdad. Los grandes contadores de historias son grandes conocedores de la naturaleza humana. Persigue la verdad y encontrarás fanatismo, persigue al hombre y encontrarás la verdad.

Se echa de menos ese periodismo. La generación que escribe hoy las noticias rozó con la punta de los dedos las historias de los últimos entregados a esa forma de entender el oficio, de los que convivieron con hacedores de historias como Leguineche. Muchos hubieran dado un brazo por poder convivir con aquello, por ser parte de aquello, pero llegaron tarde y, aunque tengan twitter, eso no les consuela. 

Hay dos libros que ayudan a conocer más, a añorar más la figura de Leguineche. Uno es su biografía: “El jefe de la tribu”, de Víctor López. Un recorrido por su su vida y las anécdotas que la jalonan que van desde su etapa escolar en el internado de los jesuitas de Tudela a sus últimos días en la Alcarria, pasando por todas sus aventuras y coberturas de guerra. Buen testimonio de una vida hecha sin afanes de ser, sino con ganas de querer, a veces de modo imperfecto, pero ¿podemos querer de otra manera?

Biografía de Manu Leguineche

El otro libro, es su opera prima: “El camino más corto”. Narra la locura de un chaval que, con el oficio recién aprendido del maestro Miguel Delibes y mediados los 60´s, se lanza con un americano, un australiano y un austríaco a dar la vuelta al mundo en 4×4. Es un libro de viajes maravilloso en el que, junto a anécdotas y vivencias que dibujan la sonrisa en el rostro y llenan de ganas el alma, se salpican apuntes de historia y datos sobre el nacimiento de países del norte de África y del sudeste asiático que están llenos de actualidad.

Sirva como gancho lo que el mismo Leguineche contaba al inicio de su aventura:

«¿Cómo pretendes dar la vuelta al mundo en una expedición como ésta si no sabes conducir?, me preguntaron, con buen acierto, los organizadores de aquel viaje al fin del mundo. Tengo otras condiciones, respondí. No sé conducir ni nada de mecánica, pero sé cantar, jugar al mus, tengo muy buen humor, sé algo de geografía y he leído a Conrad, Stevenson y Verne.»