La historia del cine ha venido jugando con la extraña y maravillosa paradoja, ya desde sus inicios, de narrarnos a través de lo no mostrado. La no-imagen hecha relato. El fuera de campo, que forma parte del cuerpo de la historia igual que el "dentro del campo", es un terreno ignoto que algunos directores, desde Ernest Lubistch a Michael Haneke, pasando por Hitchcock o Spielberg, han sabido explotar maravillosamente bien. Contándonos infinidad de cosas a través de lo no mostrado. El fuera de campo es, en definitiva, profundamente narrativo si se sabe utilizar bien. Y Jonathan Glazer, director y guionista de 'La zona de interés', ha llevado el poder de este recurso narrativo a otro nivel.
La cinta cuenta la vida familiar del comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, la vida de su casa, con su mujer, sus hijos, su perro y su idílico jardín desde una cotidianeidad pasmosa, desde una parsimoniosa contemplación. La amabilidad, y también el tedio de su día a día, conforman un relato que, a medida que avanza, es más angustioso, aterrador casi, porque el telón de fondo, el más allá del jardín, es ese lugar que nosotros, ávidos lectores de Wikipedia, morbosos sabedores de que eso es hoy un parque temático de los horrores, sabemos lo que contiene.
Todo se atisba lejano, sin embargo, todo está en ese más allá difuso del que la familia, la esposa, los hijos y el perro parecen no saber nada. O del que no quieren saber nada. Y a medida que avanza la trama —tediosa, repetitiva, corriente— no sabemos cómo, no sabemos por qué, nos sentimos interpelados en el hoy donde nosotros también dejamos los horrores de los que no queremos saber nada más allá del jardín para seguir con nuestra vida idílica y repetitiva. De eso habla 'La zona de interés', no tanto de esas columnas de humo mortecinas, ni de esas sacas de ceniza, ni de esos gritos y tiros que se escuchan de fondo, sino de cómo hay ciertas cosas que se repiten, que ese antes tiene sus resonancias en este ahora.
Cinematográficamente, la película contribuye a indagar en estas ideas espeluznantes desde la perfección cromática, desde la composición estilística. El horror desde la belleza, si quieren. No en vano, el filme empieza con un plano en negro del que salen las notas de la intensa banda sonora de Mica Levi que es la antesala de lo que vamos a ver, como un telón que se abre y nos muestra el gran teatro del mundo, de ese mundo donde la realidad supera la ficción, donde un genocida nazi puede estar leyendo cuentos a sus hijos por la noche, donde la jornada soleada de verano se ve nublada porque ese día tocaba crematorio.
Y eso es más angustioso si cabe, porque ni siquiera hay un argumento definido, una historia de un personaje al que la cámara siga o contemple. Jonathan Glazer se limita a mostrar cómo conviven el mal y el supuesto bien a escasos metros de distancia. Cómo el mismo hombre es un genocida a ese lado del muro y un padre amoroso a éste. Cómo el mal, en definitiva, puede ser tan banal.
Nominada a cinco Oscars (película, dirección, guion adaptado, sonido y película internacional —compitiendo con la española La sociedad de la nieve—), la película pasará a la historia del cine sobre el Holocausto más por lo que no cuenta que por lo que cuenta, por narrar lo que no se ve. Una experiencia cinematográfica única.