Nada que no estuviera cantado: la película de Christopher Nolan sobre el padre de la bomba atómica se llevó en la última entrega de los Oscar 7 galardones, el de mejor película, director, actor principal (Cillian Murphy), actor de reparto (Robert Downey Jr.), montaje, fotografía y banda sonora original. La de la comedia loquísima de Yorgos Lanthimos, Pobres criaturas, se hizo con 4: Actriz principal (Emma Stone), maquillaje y peluquería, vestuario y diseño de producción. Todos, relativamente justos. Como justo fue también el Oscar a la mejor actriz de reparto que se lo llevó Da’Vine Joy Randolph por Los que se quedan. Lástima que estos premios ya se atrevan a dar nunca un galardón ex aequo, pues no habría hecho espacial ilusión que Paul Giamatti fuera también el mejor actor por Los que se quedan; Lily Gladstone, la mejor actriz por Los asesinatos de la luna o Jodie Foster, la mejor secundaria por Nyad. Con todo, fueron premios que no llamaron la atención por inesperados o escandalosamente inmerecidos.
Destaca que los otros dos grandes premios de la noche, al guion original y al guion adaptado, no fueran para ninguna de las películas vencedoras, sino para las sobredimensionadas Anatomía de una caída y American fiction, respectivamente. Ahí hay cuotas, hay policorrectismo. Hay buen cine, sin duda, pero no son los mejores guiones del año. Ni de lejos. Y todos los sabemos. Pero así todos se llevan su trocito de pastel, así todos se quedan contentos.
Se hizo justicia, eso sí -porque si no los Oscar serían ya un chiringuito incomprensible-, con el premio a la mejor película de animación que fue para El chico y la garza de Hayao Miyazaki que, por supuesto, no acudió a recoger. El genio japonés creador de los estudios Ghibli se llevó así el segundo Oscar de su carrera después de El viaje de Chihiro demostrando una vez que su maravilloso y exclusivo universo no se pliega a las modas. Respecto a la mejor película internacional, fue La zona de interés, la espectacular cinta sobre la familia del comandante de Auschwitz en las lindes del campo de concentración, la que se hizo con el dorado galardón arrebatándoselo así a España y La sociedad de la nieve de J.A. Bayona. El que fuera anteriormente el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, ha premiado este año con la nueva normativa -en la que entran las producciones extranjeras indistintamente de su lengua- a una película británica. A buen entendedor…
Por lo demás, la gala fue aburrida, tediosa y resultó demasiado larga, pese a no haber llegado a las tres horas y media. El único momento verdaderamente álgido, al margen de algunos chistes del maestro de ceremonias Jimmy Kimmel, fue cuando Ryan Gosling cantó el tema I’am just Ken de Barbie, aunque fue la otra canción nominada de la película, What was I made for de Billie Elish y Finneas O’Connell la que se llevó la estatuilla. El momento Gosling pasará a la historia, eso sí, por su interpretación completamente desmelenada y entregada al espectáculo. Sencillamente, es imposible no adorarle. En el otro lado de la moneda, el acaramelado y alambicado número de ballet durante el momento In memorian mientras Andrea Bocelli y su hijo Matteo cantaban Con te partiro. Fue demasiado.
Otro hecho que lleva llamando la atención año tras año, es la obsesión que tiene la academia porque los Oscars dejen de ser “tan blancos” y quieran premiar, dicho por ellos mismos, películas que tengan más intérpretes pertenecientes “a un grupo racial o étnico subrepresentado como el asiático, el hispano-latino, el negro-afroaméricano o el indígena”, además de “mujeres, personas LGTBI o discapacitados”. Y es que todo resulta demasiado artificial. Uno ya no sabe cuando se premia a alguien si es por méritos o por cuota, si es por ser políticamente correcto o porque ahí hay buen cine. Que no iba a ganar La sociedad de la nieve era un hecho sabido: Este año, no tocaba lo latino.
Y la no-guinda a este pastel cada vez más soso fue la ausencia total de estrellas invitadas. Atrás quedan los años en que iban actores y directores espléndidos, de ahora y de antes, para limitarnos a ver sólo a nominados y presentadores. Es por ello que no hemos visto a Jack Nicholson, ni a Timothée Chalamet, ni a Jessica Chastain, ni a Pedro Pascal, ni a Meryl Streep, ni a Oscar Isaacs, ni a Leonardo DiCaprio, ni a Antonio Banderas, ni a Liam Neeson, ni a Michael Fassbender, ni a Tilda Swinton, y un larguísimo etcétera. Por no hablar de que ya no se entregue en la gala el Oscar honorífico, un momento que los cinéfilos -los de verdad-, siempre esperaban con ansia. Pero la melancolía, el mirar atrás un par de minutos en una gala que aburre hasta las ovejas, no está de moda. Los Oscar se han convertido en un juego colorista de vestidos caros y agradecimientos interminables. Pero ya.
Los que mandan en la Academia, van a tener que pensar en algo muy potente, porque en el país que se inventó los shows televisivos, la entrega de los premios de cine más importantes del mundo sigue viendo mermadas, año tras años, sus audiencias. Y quedan sólo cuatro años para la gala número 100. La cosa, no pinta bien.