Es imposible no sentirse estimulado por la última película de Francis Ford Coppola. Imposible no sentir admiración porque todo un pope del cine, uno de los últimos que nos quedan, se haya entregado en cuerpo y alma al que pretendía ser el proyecto de su vida.

Imposible, decimos, no sentirse anonadado ante el hecho de que, en plena época de la complacencia más rancia y menos libre, el director de El Padrino y Appocalypse Now haya decido buscar por sí mismo los 120 millones de dólares que necesitaba para rodar una película tal y como él quería. Imposible no ir al cine, en definitiva, sin estar dispuesto a levitar. 

Por todo esto precisamente, el dolor es mucho más intenso, la decepción más profunda… Y es que Megalópolis es un desastre.

En una América romana imaginada, un arquitecto visionario al que da vida Adam Driver emprenderá un viaje entre el presente y el futuro, para perpetuar la civilización. Junto a él, Jon Voight, Laurence Fishburne, Talie Shire, el pobre Shia LaBeouf, Jason Schawartzman, Giancarlo Esposito, Nathalie Emmanuel y Dustin Hoffman, todos ellos lamentablemente risibles porque ponen voz a unas palabras escritas por el propio Coppola que no tienen ningún sentido.

Y no, no nos sirve aquello de que la película está hecha con unos efectos especiales y digitales que quitan el sentido. Eso ya no salva las películas. La historia y los personajes, ahí es donde radica la clave de cualquier película. Y en Megalópolis uno no sabe dónde hay mayor desatino, si en una historia sin pies ni cabeza o en unos personajes imposibles. 

¿Cómo es posible que Coppola, que Francis Ford Coppola, que se inventó con los cineastas del Nuevo Hollywood una nueva forma de hacer cine, haya caído en este sinsentido?

Coppola ha dicho que Megalópolis le lleva rondando la cabeza 40 años. Y, si esto es así, uno no entiende cómo, en todo este tiempo, nadie le ha dicho que la historia era un disparate total. Un disparate caro, desbordante, ampuloso, aburrido, estéticamente horrible y emocionalmente indigente.

Entonces, si es todo tan obvio, si el desastre es -iba a ser- tan evidente: ¿cómo es posible que Coppola, que Francis Ford Coppola, que se inventó con los cineastas del Nuevo Hollywood una nueva forma de hacer cine, haya caído en este sinsentido? 

Se nos ocurre que la excelente ampulosidad del proyecto, la excesiva propuesta y rocambolesca historia, ha nacido para no ser entendida. Que, como tantos otros artistas que nos precedieron, Coppola se ha puesto pretencioso y ha querido hacer algo adelantado a nuestro tiempo. Algo deliberadamente incomprensible, intencionadamente feo.

Es como si Coppola hubiera puesto en el mismo tarro, todas las chuches que le gustan con pimentón picante, cheetos con esferificaciones de aceite y zumosol con un vino de Borgoña

El riesgo, admirable tantas veces en su propio cine, en su propia trilogía de El padrino en la que tanto se jugó, aquí es fallido, es innecesario, es incomprensible

Nos gustaría encontrar algo que salvar en Megalópolis. Un Dustin Hoffman que nos conmueva, un Adam Dirver que nos deje sin aliento. Pero ni eso. El descontrol es total y la inverosimilitud, una constante. Es como si Coppola hubiera puesto en el mismo tarro, todas las chuches que le gustan con pimentón picante, cheetos con esferificaciones de aceite y zumosol con un vino de Borgoña. Quizá todo por separado tenga sentido, tenga su público y su razón de ser, pero la mezcla es inconsistente. 

Es una lástima que la despedida del cine de Coppola sea con un producto tan forzosamente artificial y vacío. Tan lejos del Coppola de siempre