“Volvemos a tener el control de nuestro destino”, más despeinado que nunca decía el premier británico, Boris Johnson al anunciar que había llegado a un acuerdo con la Unión Europea para un Brexit no caótico. Iba a llegar a ese acuerdo sí o sí, porque la alternativa al mismo se la estaba haciendo ver Francia (con el apoyo de la UE) en esos mismos momentos en Dover y el Eurotúnel. Johnson estaba sin salida posible, o tiraba su rey a rodar por el tablero o aceptaba una derrota negociada y un acuerdo que se parece más a un armisticio de perdedor que a otra cosa.
Si algo tiene a punto siempre el nacionalismo es el lenguaje. En retórica no hay ideología que siquiera se le acerque, pues la suya es pura taumaturgia, como ha demostrado con creces el lío del Brexit. En todo este proceso lo de menos ha sido conseguir un buen acuerdo económico, porque desde el principio se trataba, ante todo, de “convertir en normal lo que quieras”, como dijo el negociador británico, David Frost, elevado a los altares por Johnson. No es para menos, pues Frost, en efecto, ha hecho su labor de manera impecable: ha conseguido un acuerdo económico notablemente peor que el que ya existía, que ya era mucho peor que haber permanecido en la UE, pero lo ha hecho aparecer como un regalo de Navidad para la soberanía británica. Lo que importaba desde un principio era esto, el lenguaje, la retórica, poder decir que el Reino Unido recuperaba el control sobre sí mismo. Nada más lejos de la realidad, pero nada más cerca del sentimentalismo nacionalista, que es lo que cuenta.
Johnson estaba sin salida posible, o tiraba su rey a rodar por el tablero o aceptaba una derrota negociada y un acuerdo que se parece más a un armisticio de perdedor que a otra cosa
A partir de enero sucederá lo siguiente: el Reino Unido estará obligado a seguir las normas comerciales de la UE en cuanto al tráfico de mercancías (desde el etiquetado y la manipulación hasta su transporte y distribución); tendrá que amoldarse a las reglas de fair-play europeas en lo que hace a las ayudas públicas a sectores empresariales estratégicos, como la aviación; deberá respetar la frontera norirlandesa con la UE. Cierto es que su nueva situación le va permitir un mayor margen que, pongamos por caso a España, para intentar engañar a la Unión en algún momento, pero ahí es donde Michel Barnier ha sabido mantener el pulso e introducir mecanismos de seguridad basados no en un ya veremos, sino en sanciones concretas que estrechan ese margen de juego.
Esto es lo que Johnson anda vendiendo como un éxito para la soberanía del Reino Unido, cuando lo cierto es que en todos esos aspectos va a depender mucho más estrechamente de Bruselas por la simple razón de que, con el Brexit, se ha esfumado la representación política de los británicos en la UE. Lo que gana en soberanía, paradójicamente, lo pierde en independencia. Cada decisión que se tome en Bruselas o en Estrasburgo y que afecte directamente al bolsillo y la vida de los británicos se tomará sin su consentimiento. Lo que ha tenido que aceptar finalmente Johnson es justamente eso, que acatará dichas decisiones o la sanción correspondiente.
Lo que importaba desde un principio era esto, el lenguaje, la retórica, poder decir que el Reino Unido recuperaba el control sobre sí mismo
Por ello insistía tanto a última ahora en algo tan nimio como la pesca (0.1 de su PIB), porque su retórica nacionalista necesitaba un elemento de territorialidad, perdida completamente la esperanza de tocar la frontera norirlandesa. Creyó encontrar en el que fuera un elemento esencial de la territorialidad imperial británica, el mar, algo a lo que asirse para aparecer como el gran conseguidor de soberanía británica. Unos jureles es lo que en realidad lleva, nada que ver con el mare britannicum del extinto imperio.
Lección muy interesante la del Brexit para la España nacionalista, toda ella. Nuestros aprendices de Johnson ya pueden ver por dónde van los tiros en esto de ser independiente en un mundo donde lo que te hace más soberano es la interdependencia, no la independencia. ¿Qué le habría ocurrido a una Cataluña independiente en 2017? Pues que su eventual entrada en la UE habría dependido de la voluntad de la España de la que se separaba sin posibilidad de que los catalanes dijeran ni mú. Lo mismo le ocurriría a una Francia en manos de la lideresa de extrema derecha o a una España comandada por Abascal: satisfarían su sentimentalismo soberanista a costa de nuestra dependencia política. Mal negocio.
Nuestros aprendices de Johnson ya pueden ver por dónde van los tiros en esto de ser independiente en un mundo donde lo que te hace más soberano es la interdependencia, no la independencia
Mejor aprendamos la lección en cabeza ajena viendo cómo a partir de ahora los británicos tendrán que amoldarse a unas normas en cuya elaboración no intervienen ni remotamente. Si a comienzos del siglo XIX, cuando se separaban de imperios mandones y despóticos, tenía algún sentido para las nuevas naciones del Atlántico el lema de “la independencia os hará libres”, hoy que la independencia la predican los nacionalistas respecto de sistemas democráticos y representativos es más bien al revés: “la independencia os hará dependientes”. Eso es lo que estrena en enero el Reino Unido, dependencia.