Una de las palabras más utilizadas en lo que va de legislatura para calificar las sesiones parlamentarias en nuestro país, especialmente las que se dedican al control del ejecutivo, es crispación. El insulto, el vocabulario vulgar y soez, el gesto despreciativo, la provocación gratuita, todo ello ha estado presente desde el momento mismo en que se produjo la investidura parlamentaria del actual gobierno de España. No es que con anterioridad el Parlamento fuera espejo de dignidad en el trato, pero creo que nunca habíamos asistido a los niveles de putrefacción de la relación parlamentaria entre sus señorías que contemplamos actualmente. Digo expresamente relación parlamentaria porque consta que otro tipo de relaciones entre esas mismas personas no se producen en ese mismo registro de permanente crispación.
Nunca habíamos asistido a los niveles de putrefacción de la relación parlamentaria entre sus señorías que contemplamos actualmente
Parecería, por lo tanto, que forma parte de la estrategia parlamentaria mantener un alto grado de tensión en el hemiciclo para trasladar a la sociedad la sensación de un permanente estado de emergencia nacional. Una ley de vivienda, una reforma laboral, una ley educativa o un decreto regulando la publicidad de las casas de apuestas se tornan en su tramitación parlamentaria en sendos anuncios del caos más absoluto y requieren sacar toda al artillería verbal. Pero es que también la defensa de esas mismas leyes o decretos, por seguir el mismo ejemplo, son presentadas desde el Gobierno como una invitación unidireccional al debate de la cámara, dirigido solo a sus socios de investidura. El resultado es que el Ejecutivo se ha ido olvidando de la aritmética variable que ensayó anteriormente, la oposición se ha enrocado en el no a todo, incluso lo aún nonato, y la crispación se ha adueñado del escenario.
Todas las encuestas apuntan a que esta estrategia parlamentaria le va de cine a la oposición y que el electorado se inclina a premiar a quien más plumas saca. A quién sin duda le va mal es a la democracia
Todas las encuestas apuntan a que esta estrategia parlamentaria le va de cine a la oposición y que el electorado se inclina a premiar a quien más plumas saca. Supongo que es lo que cabe esperar en una situación de bloqueo parlamentario casi absoluto: si el parlamento no funciona como espacio de mediación política, el mejor voto es el más decantado. A quién sin duda le va mal es a la democracia y en ello el Gobierno tiene también una responsabilidad que no puede eludir.
Le va mal, en primer lugar, porque se transmite la idea de que el Parlamento, en realidad, no sirve más que para llevar a cabo el programa político del Gobierno o para que la oposición desactive el mecanismo parlamentario por la vía de generar una sensación de emergencia permanente. El resultado es, como muestran todos los estudios serios al respecto, una desafección social respecto de la institución central de la democracia representativa. Es lo que tantas encuestas reflejan como “los políticos” señalados como un problema para la sociedad.
Le va mal, en segundo lugar, porque nuestro sistema democrático está diseñado para que el parlamento actúe, precisamente, como una especie de disuasor del maximalismo. Esto se puede entender mejor con un ejemplo foráneo del que deberíamos aprender algo. En 2016 David Cameron tomó la peor decisión posible para dar cauce aun problema político real en el Reino Unido que tenía que ver con su estatus dentro de la Unión Europea. Envalentonado por la ruleta rusa favorable dos años antes en Escocia, y sin mucha meditación y casi nulo debate, convocó un referéndum con una pregunta tajante: ¿Debería el Reino Unido seguir siendo miembro de la Unión Europea? Sí o no, sin medias tintas. Puede parecer el súmmum de la democracia, pero en realidad es todo lo contrario: Cameron judicializó una cuestión política y apeló a un único tribunal sentenciador formado por todos los británicos mayores de edad.
El resultado es, como muestran todos los estudios serios al respecto, una desafección social respecto de la institución central de la democracia representativa
Esa es exactamente la diferencia entre la justicia y la política. La primera no contempla medias tintas, mientras que eso es lo propio de la segunda. En nuestro país, el bloqueo parlamentario no casualmente se acompaña de una recurrente apelación a la justicia. Tanto es así que recientemente el Tribunal Supremo, con buen criterio, ha advertido al PP y a Vox de que los jueces no están para dar continuidad a sus inquietudes políticas. No debemos perder de vista que los jueces y tribunales son un poder, pero no son un poder político, es decir, no están sujetos a la evaluación social de sus decisiones. A la democracia conviene mucho que haya un sistema judicial independiente, pero tanto como ello le conviene que intervenga estrictamente para administrar justicia, no para suplir al poder ejecutivo o al legislativo en la toma de decisiones políticas.
Alguien, en el Gobierno y en la oposición, debería tomar la decisión de reconstituir la entidad política del parlamento, cumpliendo su función pastelera y de medias tintas que la justicia nunca debe ni puede proveer. No nos sobra, nos falta política pero para ello necesitamos también políticos y no tuiteros del tres al cuarto.