Cada vez que en una de nuestras ciudades cierra un pequeño comercio, sobre todo si tiene solera, como el ultramarinos de toda la vida, la zapatería en la que compraste las primeras y las últimas alpargatas, o esa librería del barrio en la que además de libros vendían los cuadernos del cole y el forro para vestir de nuevos los libros con los que arrancabas el curso… algo se nos muere en el alma a los que tenemos un poco de sensibilidad y algunos años.

Los motivos de los cierres son variados: la situación cada vez más compleja e impredecible de la economía, un producto obsoleto, falta de relevo generacional, la competencia de los grandes, internet… la tormenta perfecta para convertir a los más pequeños en una especie en extinción.

Y por si fuera poco, además importamos iniciativas como los Black Friday y otras semejantes, que como me apuntaba el otro día la dueña de un comercio de ropa “para nosotros es imposible aplicar descuentos cuando no se ha vendido ni un solo abrigo en toda la temporada. Este año vamos a intentar todo lo que esté a nuestro alcance, pero si no sale bien, será el último”.  Esta es la triste historia que se repite para muchos pequeños autónomos que levantan cada día su persiana, para ver como casi a diario el negocio va mermando, no sólo en lo económico sino sobre todo en lo emocional porque en el camino, se va dejando a un lado la ilusión, las ganas de pelear y de afrontar nuevos retos, y en algunos casos incluso la salud.

 

La situación cada vez más compleja e impredecible de la economía, un producto obsoleto, falta de relevo generacional, la competencia de los grandes, internet…

 

Imagínate tu ciudad, tu bario, tu calle sin el pequeño comercio… no sería triste, sería lo siguiente. Desgraciadamente ya tenemos barrios así, y no solo los periféricos también el centro de nuestras ciudades se ve asolado por cierres cada vez más habituales que van dejando locales vacíos y espacios tristes y fríos.  Frenar esta sangría depende de todos nosotros, aunque no de la misma forma.

A los responsables de los pequeños comercios les toca sin ninguna duda, seguir trabajando, porque la mayoría ya lo están haciendo, para ser mejores, más especializados, más competitivos e innovadores ofreciendo cosas que no ofrecen los que les están sacando del mercado. En este sentido, competir en producto no es fácil, todo está inventado, y los grandes siempre van a poder jugar con esa “P” marketiniana que hace referencia al precio, y que está directamente relacionada con los volúmenes de venta y la capacidad de negociación. Donde sí pueden competir los pequeños, algunos ya lo hacen y lo hacen francamente bien, es en el trato personal y diferenciado. Llamar al cliente por su nombre, anticiparse a sus necesidades, convertirlo en confidente y cómplice del establecimiento haciéndole prescriptor de marca es sin duda, una de las claves para la supervivencia de estos comercios.

 

Los clientes también tenemos que ayudar a que estos establecimientos sigan formado parte de nuestro paisaje habitual. Y sólo podemos hacerlo de una forma, consumiendo en ellos

 

Las diferentes administraciones por su parte, tienen que seguir brindando apoyo a los más pequeños para que puedan acometer procesos cruciales como es la transición digital, que va mucho más allá de la facturación electrónica, que dicho sea de paso, de momento, lejos de ser un incentivo se ha convertido en un elemento disuasorio que aumenta aún más una brecha, la digital, que ya era entre los grandes y los pequeños de proporciones gigantescas.  

Y los clientes también tenemos que ayudar a que estos establecimientos sigan formado parte de nuestro paisaje habitual. Y sólo podemos hacerlo de una forma, consumiendo en ellos, en la medida de nuestras posibilidades.

Los pequeños comercios son mucho más grandes de lo que pensamos: alegran nuestras calles, les dan color, vida y luz, y son generadores de riqueza. Crean empleo y transforman la economía.

Revertir un proceso que parece imparable y conseguir la coexistencia entre los pequeños y los grandes depende de todos.