Estaba allí y nadie tiene que contármelo. Recuerdo aquellos días de marzo en Mondragón. Isaías Carrasco, concejal del PSE, había sido vilmente asesinado por ETA a las puertas de su casa. Recuerdo, sobre todo, el impresionante cortejo fúnebre, jalonado por un silencio atronador y unos aplausos que se abrían paso entre las lágrimas. Recuerdo las palabras dolientes de su hija, Sandra Carrasco, llamando "cobardes" a los etarras que acababan de destrozar su vida con aquel atentado que buscaba sabotear las elecciones generales.
Tampoco he podido olvidar cómo antes y después del funeral en esas mismas calles de la localidad guipuzcoana parecía que nadie hubiera muerto. Cada recoveco del casco viejo del pueblo seguía decorado con pintadas a favor de la banda terrorista. Poblaban las paredes mensajes de odio contra los partidos constitucionalistas, contra los medios de comunicación y contra los comicios que se iban a celebrar tres días después. Abundaban las pancartas que pedían el acercamiento de los presos a cárceles de Euskadi. No faltaban los rostros de los terroristas, héroes para no pocos vecinos del pueblo, gobernado por ANV, la marca de Batasuna que una vez más no condenó el crimen perpetrado contra un vecino.
Recuerdo a los jóvenes de ideología y estética abertzale tomando potes en la puerta de la herriko taberna, como si nada hubiera sucedido. No puedo sacar de mi cabeza que aquel domingo electoral en Bilbao miles de personas boicotearon con sus abucheos el minuto de silencio que se intentó guardar en San Mamés. Sólo ocho segundos duró el homenaje al asesinado... Era, y esto tampoco puede olvidarse, el primer minuto de silencio en la historia de ese campo por una víctima de ETA.
También viene a mi memoria -esa palabra tan manoseada en este tema- cómo justo un año después del asesinato trascendía que en la misma localidad guipuzcoana había un muro con imágenes XL de los etarras oriundos de la zona. Además recuerdo, cómo no hacerlo, que fue en una nave de Mondragón donde ETA tuvo secuestrado durante 532 días a José Antonio Ortega Lara. Sí, estaba allí y recuerdo aquellos días de marzo. Pero a veces tengo la sensación, espero que equivocada, de que ya nadie más lo recuerda.