Lo que acaba de pasar con Nico Williams, jugador del Athletic que se vio obligado a cerrar sus redes sociales por los insultos recibidos tras sus fallos en la semifinal de Copa ante el Osasuna, sólo es el síntoma de una enfermedad más grave. Nos referimos, claro está, a la falta de respeto que siempre ha imperado en el fútbol. Históricamente ha existido una suerte de patente de corso, tan obvia como incomprensible, según la que un aficionado al balompié tendría el derecho casi natural a espetar cualquier barbaridad desde la grada.
Algunos pensábamos que quizás con el paso del tiempo, que todo lo puede, estas costumbres irían desapareciendo y la cordura se impondría, poco a poco, a la mala educación. Torres más altas han caído, al cabo. El problema es que cuando vislumbrábamos la luz al final del túnel, el desaguisado ha mutado en algo más desagradable.
Porque esta vetusta tradición se ha trasladado de forma aún más virulenta -y miren que eso era difícil- a las redes sociales, donde no pocos fanáticos de la cosa se dedican a agredir verbalmente a los futbolistas con absoluta impunidad. Estos sujetos ni siquiera necesitan recurrir al anonimato para despacharse a gusto contra tal o cual jugador. Porque de alguna manera está aceptado que eso puede hacerse, al igual que siempre ha ocurrido en los campos de fútbol.
Es obvio que quienes profieren improperios contra un futbolista, sea en redes sociales como Twitter e Instagram o sea en el propio estadio, ensucian el fútbol. Pero es peor, mucho peor incluso, que estos comportamientos se produzcan cada día como si formasen parte del paisaje. La única solución se llama respeto. Y hay que inocularlo en las casas, en las escuelas y en los medios. Para echar a los bárbaros de los campos y de los teclados.