Hace unos años, como empresario, un candidato al que había hecho una oferta de trabajo muy razonable decidió rechazarla porque le acababan de conceder la RGI, la renta de garantía de ingresos, y prefería pasarse una temporada de vacaciones pagadas. Que un joven con formación y ninguna limitación física no quiera currar es algo que no debería ocurrir en una sociedad que compite en un mundo interconectado, por muy de bienestar que se autodeclare. Y sin embargo pasa con cierta frecuencia.
Es uno de los múltiples fallos de un sistema que se diseñó para que en Euskadi nadie pasara hambre ni se quedara en la calle pero que se ha convertido en un medio de vida para muchos pasotas y otros tantos aprovechados. Es difícil saber cuántos son pero sí hay algunos indicios de que en Euskadi tenemos una amplia fauna. Sirva como referencia el dato aportado hace unos días por el Consejo Económico y Social vasco: el 25% del gasto social de España en RGI e Ingreso Mínimo Vital se genera en Euskadi, con menos del 5% de la población estatal.
¿Somos los que menos ingresamos? Más bien lo contrario. Somos líderes en renta disponible por habitante según el Instituto Nacional de Estadística. ¿Por qué nos gastamos entonces un cuarto de los subsidios del Estado? Simple y llanamente, porque somos los más generosos. Son 419 millones de euros anuales o, expuesto de una forma más fácil de entender, 200 euros que cada vasquito y vasquita tiene que aportar al año para que cerca de 65.000 personas puedan sobrevivir. Si se suman todos los servicios sociales, lo que incluye también por ejemplo a las residencias de ancianos, el gasto medio por habitante alcanza los 1.302 euros anuales, con datos de Eustat de 2020.
El primer problema es que esto no cubre todos los casos. Hay otras 54.000 personas en Euskadi que siguen siendo pobres porque no están cubiertos, sea porque no cumplen alguna condición, generalmente de años de residencia, o porque ni siquiera han pedido ayuda. El segundo problema es que no todos los que reciben RGI la necesitan de verdad. A diferencia de lo que ocurría cuando en 1989 se creó lo que entonces se llamaba "salario social", hoy Euskadi está cerca del pleno empleo.
Es cierto que una parte de la RGI, cerca del 25%, la perciben jubilados que tienen pensiones muy reducidas y que también hay personas con difícil encaje en el mercado laboral, pero hay otra parte que yo denominaría directamente jetas, cuando no incluso delincuentes.
Son esos que prefieren quedarse en casa o incluso irse de vacaciones o, lo que es peor, los que se las arreglan para empadronar durante años a seres que lo que único que no tienen de virtual son las cuentas corrientes en las que periódicamente reciben la ayuda.
Un familiar mío se encontró hace unos meses que, en una casa que llevaba vacía ocho años, seguían viviendo supuestamente cinco personas de origen paquistaní que cobraban un subsidio mensual. Notificó al ayuntamiento que no residían allí y, cuando menos, le dieron las gracias. En junio se supo que un peluquero argelino residente en la Costa Azul francesa llevaba cobrando ayudas en Euskadi desde 2014, hasta sumar 123.000 euros.
Le pilló la Policía Nacional, que le ha imputado delitos contra la hacienda pública y la seguridad social. Un año antes, la Brigada de Extranjería detuvo a un senegalés que había cobrado más de un millón de euros en Euskadi creando 62 identidades falsas, todas con derecho a RGI y direcciones físicas en las que un tercero recibía notificaciones en su nombre. Un funcionario de Lanbide detectó algo extraño y lo puso en conocimiento de la Ertzaintza, que en un primer momento decidió no intervenir.
Tal y como reclaman los empresarios, es urgente reformar los servicios de empleo para que verifiquen que los que reciben ayudas realmente no pueden ganarse la vida trabajando
En 2022 se descubrieron abonos erróneos de 30,7 millones de euros, casi el 10% del total. Se supone que Lanbide tiene cinco inspectores para controlar posibles fraudes con la RGI, a los que pronto se sumarán otros 14. Este paso, que parece tener relación directa con la alarma social que generan los casos detectados por la Policía Nacional, debería ir acompañado de canales de denuncia ciudadana.
Además, tal y como reclaman los empresarios, es urgente reformar los servicios de empleo para que verifiquen que los que reciben ayudas realmente no pueden ganarse la vida trabajando.