Las instituciones deben estar por encima de las personas. Siempre. Las instituciones deben permanecer, mientras ven cómo las personas pasan. Las personas que pasan por ellas, deben cuidarlas y protegerlas. Las instituciones deben salvaguardarse al margen de ideologías, y sobre todo de personalismos, porque nos representan a todos, porque todos formamos parte de ellas, independientemente de quién pase por allí en cada momento, y del cargo que ostente.
A las instituciones hay que respetarlas. Sin embargo, la realidad al menos de un tiempo a esta parte, parece estar lejos de esas premisas, y de hecho, venimos asistiendo de una manera casi sistemática, y sin que nadie le ponga remedio, a un uso interesado por parte de algunos políticos, y a un claro deterioro de la imagen de nuestras instituciones, esas en las que los políticos están, ni más, ni menos que para ejercer el mandato de los ciudadanos que los hemos elegido para que nos representen de la mejor forma posible.
A las instituciones hay que respetarlas
Calificar un debate en el Congreso o en el Senado como bronco, duro o falto de formas, es ya tan habitual, que podríamos hacerlo incluso antes de verlos. No hay sesión plenaria en la que no haya alguna "anécdota" que si no lo rebasa, cuando menos, roza el mal tono. Parece que la nueva normalidad que se ha impuesto es esta. Como ejemplo próximo, el que hemos vivido estos días con la investidura fallida de Albero Núñez Feijóo. En pleno debate hemos tenido que asistir atónitos, cuando menos algunos, al pataleo y los insultos por parte de alguna bancada, teniendo que intervenir la presidencia de la cámara para recordar a "Sus Señorías" que el hemiciclo no admite esos comportamientos.
Y deteriorar las instituciones también es ningunear al adversario y eso significa que si estamos en un debate de investidura en el que un candidato defiende la posición por mucho que no vaya a salir investido porque no le dan los números, la cortesía, la educación y el respeto institucional, reclaman que sea el principal representante de cada grupo quien dé la réplica y no un diputado raso, como ha ocurrido en el PSOE con Oscar Puente.
Sí, no hay duda, cada grupo decide quién le representa en cada caso. Pero cada grupo sabe que eso tiene una interpretación, y que no es baladí, porque lanza un mensaje muy claro. En este caso de ninguneo al adversario. Y el resto no es más que un golpe de efecto para despistar. Un golpe de efecto que ha podido resultar sorprendente para unos y divertido para otros, pero que no deja de ser una forma de minusvalorar la institución y a los ciudadanos.
La cortesía, la educación y el respeto institucional, reclaman que sea el principal representante de cada grupo quien dé la réplica y no un diputado raso
Y a esto desde luego tenemos que añadir, que hemos llegado a un punto, en el que las formas, estas formas que obviamente no son las mejores, no nos dejan ver el fondo. Nos quedamos, y en esto tenemos mucha responsabilidad los medios de comunicación en las anécdotas, y dejamos correr o minimizamos el fondo: los contenidos.
Con este caldo de cultivo sorprende poco que los ciudadanos estemos cada vez menos motivados y más alejados de la política. Por eso, en la mayor parte de los comicios la abstención se convierte en protagonista de excepción. Es lo que tienen los espectáculos poco edificantes, que acaban siendo disuasorios.
Las formas no nos dejan ver el fondo
No nos podemos acostumbrar. No debemos acostumbrarnos a tragar con estas formas, que no dicen nada bueno de quienes nos representan. Es exigible a cualquier ciudadano, pero fundamentalmente a los representantes institucionales educación y
respeto, porque cuando actúan lo hacen en nuestro nombre y sinceramente, creo que en muchísimas ocasiones, a la mayoría no nos representan.
Por si esto fuera poco y como al parecer vivimos en un mundo en el que el marketing político apuesta más por las formas y por el golpe de efecto que por los contenidos, si ustedes esperaban propuestas concretas y claras del debate, pueden seguir esperando porque básicamente no han llegado.