La ley básica de normalización del uso del euskera es de noviembre de 1982. Esta “normalización” era requerida por la Constitución y por el Estatuto de Autonomía, que habían establecido la cooficialidad de dicha lengua junto al castellano. Hacer del uso del euskera algo “normal” equivalía a procurar que la sociedad vasca fuera una sociedad bilingüe, es decir, que sus gentes hicieran uso indistinto de cualquiera de ambas lenguas.
Treinta y dos años después todo parece indicar un evidente fracaso. No me refiero solamente a los datos conocidos hace algunos meses sobre las debilidades de los estudiantes en ambas lenguas al final de su etapa formativa media. Entiendo que eso es un efecto más del verdadero problema de fondo que, para decirlo brevemente, consiste en que no solo no hemos alcanzado el ideal de una sociedad bilingüe sino que se han sentado las bases para que no lo pueda ser.
No solo no hemos alcanzado el ideal de una sociedad bilingüe sino que se han sentado las bases para que no lo pueda ser
La VII Encuesta Sociolingüística de la viceconsejería de Política Lingüística, referida a 2021, nos da muy buenas pistas para comprender por qué seguimos tan alejados de una situación de bilingüismo en Euskadi. Están, por una parte, los resultados, que son desoladores, tanto que la primera pregunta que surge al leer este informe oficial es para qué tantos años y millones de euros.
Está, por otra parte, la encuesta en sí, porque permite ver qué es lo que interesa saber a las autoridades lingüísticas del país. La obsesión es a este respecto evidente: que la gente hable euskera, que lo use en su trabajo, en su casa, en su cama. Es difícil que en una sociedad democrática y libre, como la nuestra, el poder público llegue hasta tu cocina o tu cama, pero sí puede llegar a tu centro educativo, tu relación con la administración o, incluso, tu empresa si es que esta quiere (y quiere) determinados beneficios que dependen de esa autoridad lingüística. Ahí es entonces donde se redoblan esfuerzos con resultados paradójicos: en casi la totalidad de la enseñanza primaria y secundaria y en algunos estudios universitarios ya se ha alcanzado ese nirvana en el que todos se manejan en euskera, pero el panorama cambia en cuanto esas mismas personas salen de ese ámbito y momento educativo. En el aula en euskera, en el patio en castellano, un clásico.
En casi la totalidad de la enseñanza primaria y secundaria y en algunos estudios universitarios ya se ha alcanzado ese nirvana en el que todos se manejan en euskera, pero el panorama cambia en cuanto esas mismas personas salen de ese ámbito
La receta que han ideado las autoridades lingüísticas es más vigilancia y más insistencia en el uso del euskera: controlar también el patio, que es lo que propone hacer EH Bildu en la nueva ley de educación vasca. Esto lo sabían muy bien los ingleses ya en el siglo XVII cuando observaron que, a pesar de haber absorbido a Gales por una decisión unilateral en 1535, seguían usando su lengua bárbara y poco apropiada para una completa subordinación a Londres. La receta fue la misma que ahora proponen los guardianes de las esencias patrias: “English in the class and in the yard”.
Esa es justamente la razón por la que este país sigue sin ser bilingüe, porque el foco viene puesto de siempre en la lengua como un derecho de la nación y no como un instrumento de comunicación de los individuos. Ese principio, erróneo a mi juicio, nos ha llevado a admitir que cualquier trabajador público en Euskadi debe saber euskera, como si tal cosa fuera un derecho de la nación. Como ya explicó el añorado Andoni Unzalu, en un país bilingüe el derecho sería el de un individuo a ser atendido en la lengua que decida usar, lo que no implica que todos los funcionarios deban conocerla sino que haya alguno disponible que lo haga, que es muy distinto.
En el ámbito universitario nos ha llevado al absurdo de restringir nuestra búsqueda de buenos docentes e investigadores solamente entre los vascoparlantes. Si este fuera realmente un país bilingüe no habría ningún problema para que los estudiantes universitarios recibieran la docencia indistintamente en cualquiera de las dos lenguas, con tal de que fuera de la mejor calidad. No es así precisamente porque la autoridad lingüística insiste en ejercer una férrea tutela sobre los individuos indicándoles en qué lengua tienen que manejarse en determinados espacios que puede controlar de manera más directa, como el educativo.
En un país bilingüe el derecho sería el de un individuo a ser atendido en la lengua que decida usar, lo que no implica que todos los funcionarios deban conocerla sino que haya alguno disponible que lo haga
Es muy posible que el objetivo nunca haya sido entonces lograr una sociedad bilingüe sino una sociedad regulada lingüísticamente por el poder público. Son cosas diferentes. En la primera el Estado se limita a ofrecerte una formación competente en ambas lenguas y tú decides cuál usas en cada momento y lugar. En la segunda, el Estado te dice dónde, cuándo y cómo tienes que usar un determinado idioma. Lo que tenemos no es bilingüismo, es una tutela idiomática.