No era el hombre más divertido de la clase, entre otras cosas porque era el maestro. A Iñigo Urkullu (Alonsotegi, 1961) siempre se le ha atacado por su tono monacal y su aspecto sobrio. Ahora que termina su ciclo de casi doce años como lehendakari, en cambio, parece claro que esa seriedad era y es su mejor cualidad como gobernante. La solvencia personificada.
Ocurre que Euskadi ya no es lugar para los amantes de la sobriedad. En esta época frenética de los likes, los selfies y los tiktoks, la gente demanda otro estilo. O, mejor dicho, eso creen quienes mandan en los partidos, en concreto los que deciden en Sabin Etxea, que por aquello de ir al compás de los tiempos acaban de prescindir del político mejor valorado y más conocido de la comunidad. No parece una decisión muy inteligente cuando el rival, EH Bildu, te pisa los talones. Pero si profetas tiene la Iglesia, más aún los atesora la religión jeltzale, tan particular, endogámica y difícil de comprender.
Diríase que la estabilidad, la solvencia o la seridad no están de moda. Se llevan más los candidatos jóvenes, que más parecen clones de sus antecesores pero con menos canas, como creados por la Inteligencia Artificial que controlan algunos cráneos privilegiados. El saliente Urkullu -"soy un hombre de partido"- no dirá ni esta boca es mía, pero a buen seguro que observará con melancolía estas elecciones tan ajustadas desde su casa de Durango.
Claro que no caeremos aquí en esa costumbre patria tan acendrada que consiste en elogiar a los personajes sólo cuando se mueren, aunque sea metafórica y políticamente. No es oro todo lo que reluce. Amén de significar la estabilidad, o precisamente por ello, Urkullu representa también el statu quo tradicional de Euskadi. Era el custodio perfecto de ese maridaje entre el partido hegemónico y las élites vascas. Una característica que, si bien parece nociva en cualquier caso, tal vez no lo sea tanto en una sociedad tribal como la vasca.
Porque, nos guste o no el lehendakari de estos doce años, es innegable que su estilo fue también el dique perfecto para contener las ansias independentistas de sus rivales y de sus propios compañeros. Era un político sobre todo previsible, sí, hasta el punto que podíamos preveer que no habría más aventuras separatistas como el procés catalán o el plan Ibarretxe. Incurría, claro está también, en la tradición nacionalista de enviar sus huestes al Congreso de los Diputados para sacar tajada a cambio de los votos peneuvistas, pero eso es condición sine qua non para llegar a algo en el PNV.
Con sus numerosos errores -no gestionar bien Osakidetza o no explicar bien los problemas estructurales que arrastra, coquetear hasta la confusión con demasiados conceptos sobre el autogobierno, no desterrar la imagen clientelar de su partido-, Urkullu era, como ya se ha dicho, el político mejor valorado por la ciudadanía vasca.
Seguramente lo era porque su perfil gris de gestor, la transversalidad de su discurso -eso de "gobernar para todos"- o su contundencia contra ETA, primero, y contra la legitimación del terrorismo, después, le granjearon la simpatía de gente muy diversa. No se le quería tanto por su ideología, en muchos casos camuflada por él u olvidada por sus votantes, sino porque era sinónimo de tranquilidad institucional. De serenidad para una sociedad acostumbrada al enfrentamiento.
Quizás lo que mejor defina a Urkullu como persona, al cabo, sea precisamente su despedida al convocar las elecciones. Sin reproches ni ruido. Hablando de "honor" por ocupar el cargo y con una sincera petición de perdón por los errores cometidos. Se está yendo de forma elegante y calmada. Sobria. Un 'agur' a la antigua usanza. De los que ya no se llevan.