El 12 de mayo en Cataluña no solo se decidirá qué partido gana las elecciones. Tampoco si el Gobierno de Pedro Sánchez continuará unos meses más. Ese día, en las urnas habrá un interrogante diferente que puede ser resuelto: si la región decide mantenerse bajo la gobernanza del nacionalismo o, si por el contrario y después de 44 años, el poder se sitúa por fin bajo la influencia del autonomismo español, del constitucionalismo.
Desde la llegada de la democracia y del primer mandato de Josep Tarradellas, el parlamento catalán siempre ha sumado una mayoría nacionalista si se tenían en cuenta los diputados obtenidos por la antigua CiU más los de ERC (y más tarde la CUP). Ese soberanismo militante siempre ha dirigido la autonomía, incluso en las dos legislaturas del tripartito (Pasqual Maragall y José Montilla como presidentes) en las que los republicanos se incorporaron a un ejecutivo de izquierdas imponiendo su impronta ideológica a un PSC que desde Joan Raventós siempre coqueteó con el nacionalismo moderado.
Ese poder nacionalista siempre ha gobernado de forma directa o indirecta la comunidad. A pesar, eso sí, de que siempre consideraba que disponía de poco poder, exigía más competencias y escarbaba en la diferenciación con el resto de pueblos del Estado a través de la difusión de una hispanofobia enfermiza a través del sistema educativo y el de sus medios de comunicación concertados.
Que nos hayamos acostumbrado a ese estado de cosas no impide recordar que eso sucedía de manera principal con el voto autonómico, pero acontecía lo contrario cuando los catalanes votaban para elegir a sus alcaldes o al Congreso de los Diputados con mentalidad española. Pese a los buenos resultados que el nacionalismo cosechaba para estar representado en las Cortes, los votos al PSOE, PP, IU (ICV), C’s o Vox han puesto de manifiesto a lo largo de los años que no había nada más español que Cataluña.
Uno de los logros de los nacionalistas que fracasaron con la independencia y que han demostrado su nula capacidad para gestionar el territorio en los últimos años ha sido dejar en evidencia que, más allá del discurso sobre la identidad y la diferencia, en su relato político e ideológico no hay sustancia
Uno de los logros de los nacionalistas que fracasaron con la independencia y que han demostrado su nula capacidad para gestionar el territorio en los últimos años ha sido dejar en evidencia que, más allá del discurso sobre la identidad y la diferencia, en su relato político e ideológico no hay sustancia. Lo han podido comprobar sus contrarios, por supuesto, pero también aquellos que les votaban con la emoción y han comprobado cómo, más allá del argumento sentimental, no existía una sola razón de peso que sustentase el discurso nacionalista en términos de vida cotidiana.
Muchos de los desencantados, de los ciudadanos frustrados, se quedarán en sus casas y no votarán el 12 de mayo. La abstención castigará de forma específica a ese segmento de población que vivió el engaño de las promesas húmedas de independencia. Ni tan siquiera la irrupción en campaña de Carles Puigdemont tendrá el mismo efecto que en 2017, cuando la huida fue interpretada por muchos nacionalistas de buena fe como la de un mártir de la causa. También le producirá un daño seguro al PSC de Salvador Illa, al que el viento ha dejado de soplarle tan a favor como en las pasadas elecciones de julio de 2023.
El asunto de corrupción conocido como caso Koldo y el desgaste de aprobar una ley de amnistía que permite a los promotores del procés irse de rositas mientras Sánchez consigue gobernar España gracias al chantaje de Junts per Catalunya y ERC supondrán una erosión obvia entre sus votantes. Lo de la reconciliación y la convivencia es una defensa de la ley que produce erupciones cutáneas a las bases del partido. Las encuestas dan vencedor al PSC, pero que obtenga la mayoría suficiente de los votos tendrá mucho más que ver con la figura de su candidato, al que tanto constitucionalistas de derechas como antiguos votantes nacionalistas consideran un tipo aseado en lo político, sensato y que no les promete nada más allá de lo racional, al estilo de un Jordi Pujol que gestionaba con catalanidad, pero sin exceso de ideas de bombero.
El 12 de mayo puede ser la primera ocasión en que las formaciones políticas nacionalistas (ahora ya se ha instaurado la nomenclatura independentista) no sumen suficientes diputados (la mayoría absoluta son 68 escaños) en el hemiciclo catalán. Sería un acontecimiento histórico que casi cinco décadas más tarde Cataluña regresara a un españolismo moderado, entendido como el respeto a la Constitución y el entendimiento con el resto de territorios españoles.
Lo complejo del asunto es que esa transformación tan importante de producirse puede resultar inútil. Si PSC, PP y Vox (los Comunes actúan a todas luces como nacionalistas desde que una nueva generación educada en el marco mental soberanista derrocó a figuras como Joan Coscubiela y Lluís Franco) suman más diputados que los independentistas, puede que vuelvan a gobernar los nacionalistas por la imposibilidad de que el constitucionalismo alcance acuerdo alguno en el actual y enervado estado de cosas entre los grandes partidos nacionales.
La oportunidad para el constitucionalismo es sensacional. Cataluña no puede aguantar mucho más sin resolver sus problemas educativos, la parálisis de las infraestructuras (con la sequía amenazando en el corto plazo y sin energías renovables), la urgencia de una seguridad jurídica que atraiga de nuevo a empresas e inversores, los lacerantes problemas de seguridad en las calles (y ahora en las cárceles) y la decadencia económica propia de un territorio que siempre fue tractor y locomotora del conjunto de la economía española
La oportunidad para el constitucionalismo es sensacional. Cataluña no puede aguantar mucho más sin resolver sus problemas educativos, la parálisis de las infraestructuras (con la sequía amenazando en el corto plazo y sin energías renovables), la urgencia de una seguridad jurídica que atraiga de nuevo a empresas e inversores, los lacerantes problemas de seguridad en las calles (y ahora en las cárceles) y la decadencia económica propia de un territorio que siempre fue tractor y locomotora del conjunto de la economía española. Resolver ese conjunto de problemas es lo urgente para la ciudadanía. El constitucionalismo de izquierdas y de derechas haría bien en centrar la campaña electoral en eso y olvidar el contexto político que impone un nacionalismo que dibuja la España actual como un estado represor y opresor de las singularidades. Estaría bien que, por una ocasión en la historia reciente, los catalanes votaran un programa electoral limpio de identidades y reivindicaciones lingüísticas.
La oportunidad está servida. Más que apelar a votos útiles a partidos conviene que los constitucionalistas invoquen la utilidad de la política para resolver problemas reales. Es un vector con el que el nacionalismo ha demostrado incapacidad y hasta sus principales dirigentes y líderes reconocen en privado que la Cataluña de 2024 es mucho peor en términos relativos que la de hace dos décadas. Si el constitucionalismo se centra en la gestión, en los proyectos, en un horizonte ilusionante para los ciudadanos tendrá muchas más posibilidades de conectar con los votantes que quienes, desde cualquier opción política, se centren en la matraca de los últimos años. Y, ojo, eso afecta tanto a los partidarios de la independencia como a sus opositores.