En un mundo en el que los instrumentos de comunicación cada vez son más diversos, y menos controlados; en un mundo en el que sólo por tener un puñado de seguidores en una red social, se le otorga credibilidad a prácticamente cualquiera, que considera de interés cualquier idea que quiera exponer; en un mundo en el que no se contrasta prácticamente nada de lo que oímos, leemos o vemos, empieza a valer todo, y no puede ser.
Es cuando menos paradójico que cuanto mayor acceso se tiene a la información, y más variados son los canales por los que circula, peor informados estemos, y más vulnerables seamos a los bulos y a las noticias imprecisas o directamente falsas, que se hacen circular siempre con algún interés oculto, y que desgraciadamente, siempre encuentran público.
Y lo peor de todo, es que esto cala, y lo hace a una velocidad endemoniada, convirtiendo en dogma de fe lo que no es más que una patraña, pura y dura. Y no solamente cala, sino que genera debates encendidos e incendiarios, que provocan la polarización social. Lo estamos viendo prácticamente a diario en nuestro entorno cercano.
La desinformación y las mentiras traspasan fronteras. Les voy a compartir un ejemplo que he vivido hace sólo unos días, a muchos kilómetros de aquí, concretamente en una de las avenidas más céntricas de Bucarest, comiendo con mis compañeras de viaje. Una mujer de una mesa cercana nos oyó hablar en castellano, y se permitió preguntarnos de dónde éramos. Nuestra respuesta le dio pie a contarnos su versión de la situación en España y en Euskadi, sin saber ni con quien hablaba, ni evidentemente, cual era nuestra forma de pensar. Su monólogo venía avalado sencillamente por creerse en posesión de la verdad.
Entre las perlas que pudimos escuchar: “hay que ver cómo esta España, mucho peor que Rumania”, o “en el País Vasco ya habláis árabe”. Los días de asueto no son para discutir, y además no tiene sentido argumentar con quien no está dispuesto a escuchar, y se arroga el papel de adoctrinar al resto, así que, indignadas preferimos cerrar filas y seguir con lo nuestro. Falta un detalle en esta historia y no es baladí, y es que, la mujer era española y se permitía sentar cátedra aun admitiendo que llevaba la friolera de 15 años sin pisar su tierra. Pues eso. Poco más que añadir.
Valga la anécdota como ejemplo del caldo de cultivo en el que nos movemos, y de cómo están las cosas. Los bulos no contrastados llegan como llegan, y además abonan y son abonados, por aquellos que encuentran en ellos argumentos para mantener las tesis que refuerzan su forma de pensar.
En este contexto y a pesar de lo denostada y cuestionada que está nuestra profesión, el periodismo, creo que los periodistas, los buenos periodistas que los hay, son más importantes que nunca. Eso sí, tenemos que recuperar los principios fundamentales de nuestro oficio: verdad, objetividad, y contraste como algo prioritario, para ejercer el papel que nos corresponde de relatores cualificados de lo que ocurre.
Es muy importante recuperar la credibilidad perdida casi de forma generalizada, para ayudar a los ciudadanos a que opinen y piensen con criterio, pero sobre todo, ayudar a diferenciar lo verdadero de lo falso. Nos corresponde realizar una labor educativa que con toda seguridad, también ayudará a rebajar la tensión, muchas veces alimentada por los propios medios.
O trabajamos en esta línea, o nos arriesgamos a que la historia, nuestra historia, se escriba con renglones torcidos desde una terraza céntrica de Bucarest.
Desgraciadamente la anécdota, que en este caso no pasó de eso, no es en modo alguno aislada. Las redes sociales dejan ejemplos de este tipo a golpe de post cada segundo, e independientemente de la red de que se trate.
Por cierto y por empezar por el principio, en las redes no se hace periodismo, se hacen otros cosas. Desde ellas no debería escribirse la historia, esa que hacemos entre todos, cada uno desde su posición, pero en la que la prensa y sus profesionales, los periodistas, tenemos más responsabilidad que otros. Toca ejercerla.