Cual gato frente a los faros de un automóvil, me quedo inmovilizada cada vez que salen a la luz pública los audios secretos entre la vedette Bárbara Rey y el hoy en día rey emérito, Juan Carlos I.
Reconozco que las intimidades a las que se ha tenido acceso son el sueño húmedo de los programas del corazón y del cotilleo de patio de vecinos. Que si le hizo una paella, que si las fotos privadas, que si las grabaciones para arriba y para abajo. Historias de cuernos, faldas y poder que hacen las delicias del papel couché y las audiencias de los magazines de las tardes en la televisión.
Resulta realmente inquietante, sin embargo, las confesiones que el emérito le confía a su amante, evidenciando la falta de luz sobre uno de los periodos más idealizados, la Transición española y el papel que jugó presuntamente el Jefe del Estado.
Es perturbador que importantes asuntos que apuntan al turbio rol jugado por Juan Carlos I en el 23 F hayan pasado de soslayo por los medios de comunicación denominados serios, y que no se haya registrado políticamente ninguna proposición que arroje claridad sobre lo que estamos conociendo.
Las abalanzabas que dedica al general Alfonso Armada, brazo derecho del joven rey en aquel entonces, por su silencio durante y post el intento de golpe de Estado del 81, a pesar de haber pasado siete años en prisión, son la nada frente al lío de faldas con la artista de turno y el apestoso olor machista de los comentarios sobre quien estuvo entre sus sábanas. Quizá se entienda mejor por qué los papeles del 23 F siguen clasificados a la espera de que el Congreso para una Ley de Secretos Oficiales a la altura de las sociedades democráticas.
Las grabaciones que se atribuyen a la Bárbara Rey, pero coincidieron con las filmaciones que los servicios secretos realizaban a su Alteza por las diferentes alcobas en las que desahogaba la presión de la Corona y la lengua contenida con secretos de Estado suponían en ocasiones la amenaza a la seguridad de la nación. Comisiones que “cobraban todos”, crisis políticas como la huida de Luís Roldán, director general de la Guardia Civil con millones extraídos de los fondos reservados del Ministerio del Interior y lo que te rondaré morena.
Con sus grabaciones chantajeó al Estado a cambio de dinero público, mucho dinero, por mantener en secreto su relación íntima
En el cadalso de los cortesanos mediáticos está ella. La pérfida mujer que con sus grabaciones chantajeó al Estado a cambio de dinero público, mucho dinero, por mantener en secreto su relación íntima y el poder de las informaciones facilitadas por el jefe del Estado que hubieran puesto en jaque los cimientos de la Institución.
Lo supieron todos los presidentes del Gobierno y lo consintieron todos ellos. Adolfo Suárez, Calvo Sotelo, Felipe González y José María Aznar. Ejecutivos de estos últimos que bien en forma de de maletines o bien a través de contratos en televisiones públicas compraron el silencio de la artista. Mutismo que se extendió por los medios de comunicación cómplices por miedo o pleitesía.
La cuestión es quién es más culpable, quién pide o quién da de la tarta de todos para esconder la falta de ejemplaridad del pilar inquebrantable de todas las bondades habidas y por haber. Felipe González, al ser preguntado por la cuestión, responde literalmente “no tengo ni puta idea de lo que me habláis”. Inverosímil a todas luces.
Y así quedará la cosa, en un asunto sobrepasado por lo anecdótico, por el morbo y los “cristos” familiares o quizá no. La herida y la traición de una sociedad que se declaraba juancarlista, a veces, emerge de lo superfluo y puede dejar cicatrices profundas. Por ejemplo, se sigue sin preguntar en el CIS por la valoración de la Casa Real desde que su popularidad no llegara al aprobado tras los safaris reales en Botsuana.
Lo cierto es que no levantan cabeza con el padre y el abuelo respectivamente. ¿Cómo se puede establecer una barrera con el pasado si el carácter hereditario de la Corona hace imposible disgregar una cosa de la otra?
Por mucho cortafuegos que se quiera aplicar, acaba salpicando a la Institución. Felipe VI y la princesa Leonor, desde que a Juan Carlos le decidieran que era mejor establecer distancia residencial en Abu Dabi por los escándalos de las comisiones a pachas con otra de sus amantes, Corinna Larsen, las regularizaciones fiscales, las sociedades opacas, la renuncia de la herencia del padre... lo cierto es que no levantan cabeza con el padre y el abuelo respectivamente. ¿Cómo se puede establecer una barrera con el pasado si el carácter hereditario de la Corona hace imposible disgregar una cosa de la otra?
Al Capone, el criminal más buscado del FBI en la década de los felices años 20, era el capo que lideraba el imperio del crimen en Chicago. Juego, prostitución, contrabando de alcohol, narcotráfico y asesinatos...el gánster más famoso que no pudo ser condenado por ninguno de estos delitos. Solo fue cercado y procesado por evasión de impuestos. No quisiera establecer paralelismo alguno, pero a veces las torres más altas caen por el movimiento de un pequeño clavo, insignificante, que salió de un butrón mal atornillado.