
Mario Vargas Llosa, cuando entró en la Academia francesa.
Mario Vargas Llosa: fulgor de las letras universales
Al igual que Delibes, Vargas Llosa manejaba con maestría los múltiples elementos novelescos
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Ha muerto un gigante de la literatura, Mario Vargas Llosa, a los 89 años. Ha fallecido en su tierra: Lima, la capital del Perú. Fue mi madre la que me dio la triste noticia en la mañana de este lunes, mientras me encontraba laborando con el ordenador. Vargas Llosa formó parte destacada de mi educación literaria, junto a Miguel Delibes, el novelista predilecto de mi hermano Jorge, y el poeta Antonio Machado.
De las letras hispanoamericanas, Vargas ha sido el escritor que más he leído. Lo descubrí hacia 1997, 1998, siendo yo un adolescente, cuando una profesora de Lengua y Literatura nos pidió que leyésemos '¿Quién mató a Palomino Molero?' (1986). Estudiaba 2º de la ESO o 3º de la ESO, todavía en las instalaciones del colegio público Miguel Hernández, en el barrio de Ciudad-70, en Coslada. La novela de Vargas la tomé prestada de la biblioteca pública Margarita Nelken.
En aquella época, como ahora, las bibliotecas albergaban infinitos tesoros literarios. La obra seleccionada por mi maestra era un volumen pequeño, de tapas blanquecinas, de la editorial Seix Barral. Apenas recuerdo la trama policíaca del libro, pero sí la vívida impresión que me produjeron la fuerza de las descripciones, la autenticidad de los diálogos, la fluidez de la narración y la increíble variedad léxica. Al igual que Delibes, Vargas Llosa manejaba con maestría los múltiples elementos novelescos.
Años más tarde, en la facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, leí con embeleso dos obras máximas de Vargas: 'La ciudad y los perros' (1962) y 'Conversación en la Catedral' (1969). Esas lecturas me cautivaron de tal modo que me convertí en un devoto lector de las novelas del escritor peruano. Hasta hoy. Más de veinticinco años leyendo a Vargas, disfrutando con sus ficciones. Maravillado por libros de la altura de 'La guerra del fin del mundo' (1981), 'La fiesta del Chivo' (2000) o 'El Paraíso en la otra esquina' (2003). Y otras piezas literarias que, sin ser magistrales, siempre poseían rasgos valiosos.
En las últimas dos décadas, en España, se hablaba más de Vargas por sus historias sentimentales y por sus posiciones políticas. Casi no se conversaba sobre sus trabajos narrativos. El morbo, el cotilleo, alimentaban numerosas tertulias televisivas. A su vez, las cabezas cuadradas de la izquierda, con una cerrazón mental similar a la de sus homólogos de la derecha, renegaban de la literatura de Vargas, porque este llevaba tiempo sin ajustarse a sus dogmas ideológicos. A diferencia de otros creadores, Vargas se quitó la venda de los ojos en 1971, con el “Caso Padilla” en Cuba, y desde entonces no dejó de criticar la dictadura castrista en la isla americana.
Yo, ajeno al famoseo de los medios de comunicación, y a la intolerancia de los profesionales de la tolerancia, seguí leyéndolo. Para mí, Vargas nunca dejó de ser un maestro de las letras. Continúa vivo en su literatura, sus obras no morirán. Su última novela, 'Le dedico mi silencio' (2023), con algunos pasajes sublimes, tenía ya un aliento de despedida: retornaba de nuevo al Perú y a sus gentes para realizar una defensa del humanismo y la libertad de las personas a través de la música. En mi librería de Carabaña (Madrid), los libros de Vargas ocupan un lugar especial: una sección luminosa que nunca dejará de irradiar luz.
Cuando hemos conocido la noticia de su muerte, me acuerdo de Pedro Camacho, aquel entrañable periodista radiofónico de 'La tía Julia y el escribidor' (1977), que madrugaba cada día para, impulsado por la luz solar que se abría paso en el horizonte, llenar con su escritura, con la tinta de sus sentimientos, los papeles en blanco.
En junio de 2011, unos meses después de que Vargas recibiera el Nobel, mi amigo Alberto y yo acudimos a la Feria del Libro de Madrid con el objetivo de que el insigne autor peruano nos firmara sus obras. Ante la muchedumbre que se agolpaba junto a la caseta donde firmaba Vargas, ante la enorme hilera de individuos que esperaban su firma, Alberto y yo decidimos tomar una cerveza en un bar adyacente al Retiro.
Sentíamos que no nos hacía falta su rúbrica, que lo esencial era leer sus libros, recorrer diversos mundos con la magia de sus palabras. Y esta mañana de mediados de abril, cuando hemos conocido la noticia de su muerte, me acuerdo de Pedro Camacho, aquel entrañable periodista radiofónico de 'La tía Julia y el escribidor' (1977), que madrugaba cada día para, impulsado por la luz solar que se abría paso en el horizonte, llenar con su escritura, con la tinta de sus sentimientos, los papeles en blanco.