Me abochornan muchas cosas. La moda de las sandalias con calcetines hasta las rodillas. Los tertulianos de la tele. La anestesia ciudadana ante la corrupción, las injusticias y la guerra. Los móviles en alto en los conciertos. Y, muy especialmente, habernos dejado colonizar por una nación que es mezcla de cuñado y nuevo rico. Lo cual, creo, es causa de todo lo anterior.

Ya ves tú. La ultraderecha preocupadísima por la pérdida de la identidad de España ante la invasión en patera, y resulta que lleva tiempo diluyéndose como un azucarillo en un café de Starbucks. Con sonrisa boba y sin oponer resistencia, además.

No sé cuál fue el primero de todos los baluartes en caer. Pero lo del lenguaje, por pura deformación profesional, me tiene frita. Ahora provocamos meetings. Pedimos take away. Agendamos calls. Ofrecemos feedback. Nos hacen o hacemos ghosting, orbiting y breadcrumbing.

Y con el inicio del nuevo curso, llega la temporada alta para el burnout. El remate del tomate, efectivamente, porque primero nos inocularon la quemazón con su cultura asfixiante y luego comercializaron la etiqueta.

El diccionario moderno es, en realidad, justo eso: la plasmación en palabrejas de un manual de instrucciones para la vida escrito por el Tío Sam featuring Don Neoliberalismo.

Por un lado, individualismo feroz, culto a la productividad y falsa meritocracia. Por otro, tartas de manzana al vecino, fuegos artificiales y banderón sexagenario al viento. El resultado: un milhojas cargadito de toxicidad positiva que ha colado en todos los menús.

Y como quien no quiere la cosa, empezó a distorsionarse

Piénsalo. Aquí andábamos con nuestras alegrías y miserias, pero en comunidad. Una red discreta tejida en el bar, en la plaza mayor, en la cola de la panadería, con magdalenas en vez de muffins. Un ecosistema absolutamente imperfecto, sí, porque también sabía asfixiar: chismes, roles machistas, censuras, naftalina, el qué dirán como látigo. Pero a la vez, humilde, disfrutón, diverso, con solera.

Y como quien no quiere la cosa, empezó a distorsionarse.

El venenito está entrando en nuestra cotidianeidad, la manera de entender el trabajo, las relaciones, el sexo, el consumo, el ocio y la política. Todo. Y como el tema da para ensayo, y aquí ya no lee ni María Pombo, daré solo algunos ejemplos.

El más elocuente: la concepción de la propia vida como un proyecto empresarial.

Lo importante es que te conviertas en el CEO de tu existencia, haciendo de tu devenir por este valle de smilies, LOL y lágrimas una pugna constante contra ti mismo y los demás. Religión solo hay una: la del rendimiento en términos puramente extractivistas. Y el evangelio es simple: el éxito depende de ti; el fracaso, también.

Así que apáñatelas. Si revientas, si el sistema te mastica y escupe, es que te faltó resiliencia.

Esta doctrina resulta devastadora. Sobre todo porque está conquistando a una generación de jóvenes que ansía levantar una fachada espectacular de bíceps y dinero sobre los supuestos valores de toda la vida. La consecuencia es una carambola ideológica delirante: patria, familia, supremacismo, batidos de proteínas y Youtube en el mismo paquete.

Así que apáñatelas. Si revientas, si el sistema te mastica y escupe, es que te faltó resiliencia

Si no, de qué iba a cobrar fuerza el siniestro fenómeno de las tradwives: chicas que usan la tecnología más egocéntrica y exhibicionista para promover un ideal de domesticidad sacado de un anuncio de los años 50 en Ohio. Me lo dicen hace diez años y no me lo creo.

Claro que tampoco podía sospechar que buena parte de la izquierda, o quienes dicen serlo, iba a acabar comprando la doctrina neoliberal. Eso sí, empaquetada con mucha rebeldía y purpurina. Porque el dogma central está ahí, el individuo-marca, pero esta gente lo aplica a la identidad en vez de al estrato social, a la moral en vez de al mercado.

Bienvenido al wokismo. De la lucha de clases a la guerra de etiquetas, de la libertad de expresión a la cultura de la cancelación, del feminismo radical y abolicionista al que defiende el Onlyfans, empodera el hiyab y perpetúa los estereotipos de género. Lo explicaba con preocupante acierto el otro día Juan Manuel de Prada en un suplemento dominical.

Al final, esto es un circo donde crecen más los enanos que el sentido del ridículo. Y la prueba irrefutable está donde mejor se hace el mono. En las instituciones públicas, siempre que haya cámara de por medio.

Es el modelo yanqui del espectáculo, donde ya lo fundamental no es gobernar ni fiscalizar, sino ganar el relato. Y para conseguirlo hace falta mucho más que un político: un personaje, con buena oratoria o mejor pinganillo, construido a medida sobre las pasiones de los suyos, las dudas de otros y el odio del resto.

Supongo que, a estas alturas del artículo, algún despistado se preguntará por qué abrimos los brazos a semejante realidad

Y detrás, los partidos como agencias de marketing, fabricando eslóganes para los amantes de la fruta, de la moda o de los perros. La derecha y los fascistas más, y todo más grotesco, hay que decirlo.

Supongo que, a estas alturas del artículo, algún despistado se preguntará por qué abrimos los brazos a semejante realidad. Pues hay muchas razones que se han ido, poco a poco o a toda mecha, sumando.

A saber. El hambre de modernidad de un país que salía de una dictadura en blanco y negro. El complejo de inferioridad que inicialmente llevó a creer que todo lo estadounidense era, por definición, mejor. La cultura del consumo como pegamento social, alimentada por crédito barato y escaparates llenos.

Espera, que la lista sigue. La fantasía de Hollywood primero y los algoritmos de Silicon Valley después, imponiendo emociones, estéticas y aspiraciones. La erosión de lo comunitario, cambiando plazas por pantallas. La fatiga estructural de una sociedad saturada de información y desigualdad. La complicidad de unas élites políticas, económicas y mediáticas encantadas con este modelo.

Y porque, en definitiva, es una invasión aparentemente blanca, que se disfraza de bonitas promesas, orden y entretenimientos anestesiantes.

Así que: ¿hay solución? Quizá no. Yo, desde luego, no la tengo. Pero queda refugio. Mi apuesta es el mundo rural.

Y no, no hablo de una arcadia feliz e idealizada con antiquísimos árboles genealógicos. El romanticismo es otra trampa, en la que yo suelo caer bastante.

En los pueblos también se infiltran modas, especulación, turistificación, precariedad. Pero me refiero a todo eso que todavía custodian por pura necesidad

En los pueblos también se infiltran modas, especulación, turistificación, precariedad. Pero me refiero a todo eso que todavía custodian por pura necesidad. El sentimiento de colectividad, como recurso imprescindible para la supervivencia propia. La paciencia, porque la tierra tiene sus ritmos, el Wifi falla, la podóloga pasa una vez a la semana y solo hay dos frecuencias de autobús.

Y las raíces, que te hacen tropezar para recordarte que deberías de mantenerte pegado al suelo. En definitiva, los restos de otra lógica que merece la pena defender, incluso reinventar mientras sea con su estilo, para que siga viva.

No sé, seguramente quiero decir que la próxima vez que escuches al reaccionario de turno alertando sobre los peligros que amenazan nuestra cultura podrías plantearte a cuál se refiere. ¿La del poteo con la partida de mus o la del Black Friday?

Qué cringe, por favor.