Hay una ironía grotesca, casi pornográfica, en vivir el Día de la Constitución justo así.

No librando. Me refiero a este cuadro costumbrista. El sueldo, más tieso que los palitos de merluza. La cesta de la compra, desnortada. Los sindicatos españoles, chocando los cinco con Pedro Sánchez. Garamendi en modo victimista porque calvario el que sufren los pobres empresarios si tienen que concederte cuatro días para enterrar y llorar a mamá.

Y tú pagando el metro cuadrado de un piso de extrarradio a precio de caviar iraní mientras se demora otra semana, y ya van diez, la resonancia magnética que era preferente en los sueños húmedos del traumatólogo.

Vale. Callo. No voy a amargarte el café con política de barra de bar. Hoy, a poco que te sonría el trabajo y su convenio, tienes fiesta. Y es principio de puente, lo cual significa que llevas semanas visualizando estos días con la banda sonora de alguna película Disney.

También te has imaginado siendo esa versión que la rutina secuestra de lunes a viernes: un humano lleno de humildes, pero hermosos anhelos que evitarán que vuelvas al tajo con una metralleta cargada de turrón duro y el índice en el gatillo.

Lo tienes claro. En este oasis de diciembre, vas a empezar la nueva entrega del Capitán Alatriste y ordenar los jerséis por gama cromática. A comer besugo en Getaria mirando al mar con languidez nórdica y practicar el coito sin reloj. O mejor, te tocarás los pinreles porque el cuerpo pide dolce far niente a gritos.

Eso esperas. Pero, como sucede con AliExpress, lo que encargas no es siempre lo que llega a casa.

Piénsalo. En cuántas ocasiones un paréntesis de estos se convierte en regalo envenenado. Has desplegado el sofá y la manta de cachemira, compraste las entradas para el cine o reservaste en el nuevo restaurante georgiano. Lo que sea que día a día te es imposible porque, obvio, la prioridad de tu vida nunca eres tú. Y ocurre.

En cuántas ocasiones un paréntesis de estos se convierte en regalo envenenado

Te asaltan tres compromisos familiares. Un encargo de último minuto que no puede esperar. O, mucho más patético, ese virus que parece gripe, pero es somatización pura y dura. Y te tumba.

No me digas que esto último no lo has padecido. Tu cuerpo, tan sabio como traicionero, detecta que has soltado el remo y se cobra todas las facturas de golpe. Así que ahí te quedas, con tu pijama de franela naufragando en el delirio de la fiebre, mientras preguntas con el lagrimal dilatado "por qué".

En el fondo, conoces la respuesta. Andas hasta la glotis de cortisol, con el cuerpo aguantando por mero automatismo. Igualito que un coche que baja la cuesta en punto muerto. Por eso, cuando echas el freno de mano, el motor peta. Más veces de las deseadas. Y aunque no tiene nada de extraordinario, muestras sorpresa. Incluso te indignas.

No solo eso. Encima volverás a dejarte arrastrar. Quiero decir. Confiarás en que el siguiente paréntesis, esta vez sí, funcionará como una lavadora mágica que blanquea tus ojeras y centrifuga las miserias cotidianas.

Es la gran estafa de la expectativa guionizada por Don Capitalismo. Un espejismo que te empuja a creerte aristócrata de tu propio tiempo, mientras la realidad de clase media aspiracional acecha para arrollarte con la sutileza de un camión de la basura.

A mí, lo de que se trunque la agenda me pasa dos de cada tres. Pero todavía pueden ocurrir cosas peores. Perversas para cualquier persona a la que el sistema exprime como un limón de oferta. Hablo del autoboicot del domingo por la tarde.

Fíjate bien. Técnicamente, el puente sigue vivo y coleando. Queda mañana, lunes y festivo. La fantasía erótica de cualquier proletario venido a menos o más. Pero da igual. Tu cerebro, que es un esquirol, ya ha escrito The end. Y ahí estás, a las seis en punto, escudriñando la oscuridad temprana del invierno con ese nudo en el estómago que solo puede provocar un tupper de sobras y el pensamiento en el despertador del martes.

Un espejismo que te empuja a creerte aristócrata de tu propio tiempo, mientras la realidad de clase media aspiracional acecha

¿Por qué te haces esto? ¿Con qué propósito sufrir la vuelta a la rutina antes de hora? ¿A qué viene empezar a responder correos en tu cabeza y enrocarte en la montaña de trabajo pendiente?

Mi opinión. No sabemos habitar el presente. Somos incapaces de estar en el aquí. O no nos han querido enseñar. O hicimos oídos sordos. O se llenaron de cera con tanto ruido. El caso es que la vida transcurre esperando la promesa y desesperando antes de que caiga el último grano de arena. A tope de estrés por lo que mucho que queremos hacer y, cuando al fin nos conceden una libertad condicional transitoria, por lo poco que queda para volver a la carga.

Y así acabas, masoca de ti, desperdiciando las últimas 24 horas en un bucle de amargura por un futuro que, spoiler, puede que llegue o nunca lo haga.

No sé, seguramente podría haber dedicado esta columna a destripar el papel mojado de la Carta Magna. Pero para eso están los analistas sesudos y lo mío son asuntos de andar por casa. Todos esos que se resumen con un tristísimo "ahí vamos, tirando".

Además, que no te engañen. Ir remolcándote de fecha en fecha entre zozobras y lamentos dice más del estado de la nación que el mejor discurso de Rufián.

No sabemos habitar el presente. Somos incapaces de estar en el aquí. O no nos han querido enseñar. O hicimos oídos sordos

La vivienda, el empleo, la sanidad, la educación y demás son pilares constitucionales. Solemnes, sí. Fundamentales para sostener eso que llamamos dignidad y construir una sociedad que no se caiga a pedazos. Sin embargo, poquito vamos a cambiar si la ley que ahora mismo nos gobierna es la del agotamiento a golpe de ansiolítico y autoengaño.

Hablo de esa norma no escrita que obliga a reptar con la lengua fuera, confundiendo la supervivencia con la existencia y agradeciendo las migajas de tiempo ocioso como si fueran un favor. No lo es. Ni te lo están haciendo. Ni tendrás la oportunidad de saborearlas, de continuar aceptando que la ansiedad es el peaje obligatorio del placer.

Por desgracia, me temo que por ahora no hay recurso de amparo. Así que, ante este vacío legal y la incapacidad manifiesta para pasar de la rebelión del sillón a la revolución en la calle, propongo ejercer la soberanía de lo pequeño.

¿Por ejemplo? Apagar el móvil el lunes al mediodía, que aún hay margen. Memorizar el tacto de esa mano que te sostiene cuando la noche angustia, como si tuvieras la eternidad por delante. Embelesarte en el siguiente amanecer. Dejar de posponer la llamada a tu hermana. Beber muy lentamente la cerveza, aunque se caliente un poco.

O sacar el juego de la oca. Lo que sea con tal de romper, un rato, al menos, esa inercia maldita de ir de puente a puente porque te lleva la corriente.