En las calles de Euskadi ya se ha convertido en un diálogo costumbrista. Encuentras a una de esas personas a las que no has visto hace años, pero con la que mantienes, si no amistad, sí al menos la cordialidad suficiente como para hacer un alto en el camino y poneros al tanto de vuestras vidas.

Hay una forma de afecto pudoroso que consiste en interesarte (con suave cortesía, sin tenso interrogatorio) en la vida de los suyos. Una pregunta se impone en esa clase de encuentros: “¿Qué tal tus hijos?”.

Y de tan repetida, la respuesta, en Euskadi, adquiere también un tono costumbrista: “¿Mis hijos? ¡Muy bien! Están en Madrid”.

Pronto la información asoma condimentada con el relato de brillantes expedientes académicos, becas o trabajos promisorios, empleos en empresas internacionales… avances que auguran avances aún más admirables en un futuro no muy lejano.

Compartes la ilusión de esos padres, de esas madres. Incluso puedes corresponder relatando también el caso de tu propia familia: “¿Mis hijos? ¿Qué cómo les va a mis hijos? ¡También muy bien! Están en Madrid”.

Algo no ha funcionado del todo bien en el estado de las autonomías. Es paradójico que la descentralización política se haya visto acompañada por una progresiva centralización económica en torno a Madrid. Y en la explicación de este fenómeno no hay “efecto capital” que valga: en los tiempos de la dictadura franquista la centralización política era absoluta, pero la descentralización económica también.

El peso de la economía vasca en el PIB español ha disminuido significativamente en el último medio siglo. Varias comunidades autónomas han experimentado un proceso inverso, especialmente Madrid, que se ha convertido en el auténtico motor económico de España, un papel que, durante más de un siglo, desempeñaron Euskadi y Cataluña casi en exclusiva

No formo parte de los nostálgicos del régimen anterior (la prosperidad económica del tardofranquismo no sólo vino degradada por la dictadura política, sino también por la evidencia de que el crecimiento fue desordenado, en términos laborales, urbanísticos y medioambientales), pero tampoco formo parte de la nutrida agrupación de ingenuos que consideran a Euskadi referente hoy en a saber cuántas materias, pionero en tantas otras y centro nuclear del universo, todo ello condimentado con nuestro tradicional orgullo gastronómico y futbolístico.

El peso de la economía vasca en el PIB español ha disminuido significativamente en el último medio siglo. Varias comunidades autónomas han experimentado un proceso inverso, especialmente Madrid, que se ha convertido en el auténtico motor económico de España, un papel que, durante más de un siglo, desempeñaron Euskadi y Cataluña casi en exclusiva.

Un reciente estudio del Ministerio de Economía y Comercio constata que en 2024 sólo el 1,3% de la inversión extranjera en Euskadi (ya diminuta, en comparación con la que se dirige a Madrid, Cataluña y Valencia) tenía como fin la creación de nuevas instalaciones productivas, cuando en el conjunto de España la proporción llegaba al 8,6%.

El excelente nivel de vida de que disfruta la mayoría de los vascos refuerza el espejismo en que vivimos, un espejismo que disimula una grave decadencia

Y no sólo en términos macroeconómicos se ha producido esa inversión de los papeles. Un informe del Servicio Público de Empleo Estatal sobre movilidad geográfica de la contratación aún ponía a Euskadi como comunidad receptora de empleo.

Pero el estudio en detalle de los datos ofrecía conclusiones inquietantes: la mayoría de la gente que venía a trabajar lo hacía con poca o escasa cualificación y ocupaba, por tanto, puestos de igual naturaleza. En el otro extremo del contingente, los datos se invertían: eran los vascos con formación cualificada los que partían a trabajar a otros lugares.

El excelente nivel de vida de que disfruta la mayoría de los vascos refuerza el espejismo en que vivimos, un espejismo que disimula una grave decadencia.

Porque, en efecto, las ciudades vascas son buenos lugares para vivir (Al menos para los que, en edad madura, estamos ya instalados). Como lo son (buenas ciudades, para la misma gente,) Burgos, Oviedo, Palencia, Zamora… ciudades agradables, sí, ciudades saludables, bonitas y tranquilas, ciudades donde sus probos habitantes también dicen, cuando se encuentran por la calle: “¿Mis hijos? ¿Qué cómo están mis hijos? ¡Muy bien! Están en Madrid”.