La cita de Heinrich Heine, poeta y ensayista alemán del siglo XIX: “Allí donde se queman libros, se acaba quemando personas”, fácilmente podría ser un reflejo de lo ocurrido en los años 70 en España. Los ataques a la literatura y los libros fueron una constante durante esta década, y las librerías punto de ataque de movimientos tan extremos como el neofranquismo o ETA. No fue hasta 2018 cuando estos ataques cesaron, dejando un saldo de 225 ataques contra este tipo de locales, aunque, tal y como explica el historiador Gaizka Fernández Soldevilla, “estos fueron solo la punta del iceberg”.
La idea de escribir sobre la "bibliofobia violenta" surgió en el confinamiento, después de que al historiador y responsable de Investigación del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo, le regalasen el libro ‘El infinito en un junco’, de Irene Vallejo. Este regalo derivó en la curiosidad de Gaizka Fernandez por todos los ataques a librerías que habían tenido lugar en España. Y así, junto al también historiador Juan Francisco López Pérez, empezaron a investigar. “En vez de ser los 20 o 30 que yo pensaba, había muchos más. Eso nos obligó a cambiar el formato, ya no podía ser un informe, tenía que ser mucho más amplio porque era necesario contextualizarlos: por qué, quiénes los cometieron, qué pasaba con los libreros…”, explica Gaizka Fernández.
‘Allí donde se queman los libros’ recorre la violencia política contra las librerías entre los años 1962 y 2018. Más de 225 ataques, de los que la mayoría, el 87%, pertenece al terrorismo de ultraderecha y parapolicial. Este odio hacia las librerías, explica el historiador, tendría su origen en múltiples factores: “A partir de mediados de los 60, con la implantación de la ley de Prensa e Imprenta de Fraga, empiezan a publicarse ciertos libros que antes no existían. Aparecen libros nuevos, ensayos, algunos de izquierda y se recupera literatura republicana, y esto la extrema derecha lo ve como una amenaza”.
Los extremistas vieron como “la batalla cultural la estaban perdiendo, por tanto atacaban a las librerías porque lo veían como un enemigo interno”, añade. El ataque a librerías también sirvió como un elemento de presión al Gobierno de aquel entonces, detalla, “los gobiernos estaban siendo menos duros, estaban evolucionando, acercándose a Europa y a EEUU. Estaban dirigiéndose hacia una postura más modernizadora y para la extrema derecha esto era una traición”. A ambos factores se le sumaba, por aquel entonces, la eficacia que tenían. Y es que, cuando una librería era atacada, obtenía mucho espacio en medios de comunicación, por tanto, matiza el historiador, “se dieron cuenta de que estos locales eran útiles. Que un grupo pequeño quemando libros recibían una atención mediática muchísimo más amplia que la que recibiría de cualquier otra manera. Era una publicidad gratuita grande, además, no tenía ninguna consecuencia, porque aunque había detenidos pocas veces había condenas”.
Los libros como arma de matar
Aunque la mayoría de ataques fueron llevados a cabo por simpatizantes de la extrema derecha, también los hubo orquestados por ETA, un 7%, o por miembros de la extrema izquierda, un 4%; ataques que, aunque eran realizados con el mismo objetivo, tenían como modus operandi una forma muy diferente a la de la extrema derecha. “ETA convierte una herramienta de cultura en una herramienta de matar. Con el libro bomba, esta banda terrorista hiere a personas como Gorka Landaburu e incluso mató”, explica.
Y es que en 1989, ETA asesinó a Conrada Muñoz Herrera, de 55 años, después de que esta abriese un libro bomba enviado a nombre de su hijo, Dionisio Bolívar Muñoz. La explosión también hirió a otro de sus hijos y a una sobrina. “Lo que hace esta banda terrorista es convertir un instrumento de cultura, libertad y conocimiento en un arma homicida y eso es nefasto”, añade. Además, la banda también extorsionaba a libreros, hacía campañas de boicot y atacaba librerías. “Es llamativo cómo aunque sus ideas eran diferentes tenían la misma forma de expresarlas”, recalca.
La punta del iceberg
Los 225 casos registrados en el libro, concluye Gaizka, son “la punta del iceberg. Una pequeña muestra de todos los ataques que hubo. Nosotros solo hemos contado aquellos que podemos documentar mediante la prensa, fuentes policiales o judiciales y el problema es que para esto tenía que haber una denuncia y no todos denunciaban”. Esta violencia tuvo repercusiones directas en el conjunto de España, país que empezó a ver un elemento cultural y un lugar de libertad como una herramienta con cierto peligro y una localización potencialmente peligrosa.