En 2009, el director italiano Luca Guadagnino sorprendió al mundo entero con Yo soy el amor, una película con resonancias a Visconti y con un Tilda Swinton irrepetible. çEn 2017, sorprendió de nuevo con la emocional Call me by your name, película con guion de James Ivory sobre un amor apasionante y apasionado, escultural y sensual que sigue anclada en nuestra memoria.
El director, entre medias, ha hecho cosas más o menos interesantes como Suspira o Rivales, y mucha miniserie, anuncios y algún que otro producto olvidable. Por eso, muchos esperábamos con ansia la película Caza de brujas, porque en el drama febril es donde el cineasta logra brillar siempre con luz propia.
Y ha vuelto a lograrlo.
De la mano de una guionista novel y jovencísima, Nora Garrett, y con Amazon MGM Studios e Imagine Etertainment en la producción, Luca Guadagnino ha levantado un proyecto ambicioso que, ya desde su proyección en Venecia, está levantando ampollas. Algo que el cine ha hecho desde siempre, pero que ahora es un pecado mortal.
La película cuenta la historia de una profesora de Yale cuya alumna estrella acusa a uno de sus profesores, amigo íntimo de la primera, de haber “cruzado la línea” con ella, una expresión deliberadamente escogida para que sea el espectador el que intervenga directamente en la acción del filme interpretando los signos que recibe.
Porque esos mismos signos serán los que le lleguen al personaje de Roberts, una mujer que se halla inmersa entre las dos versiones de la historia: la de la joven mujer negra como víctima y la del privilegiado hombre blanco como acusado. La polémica está servida.
Call me by your name y Yo soy el amor tienen muchas cosas en común con Caza de brujas. La más evidente, está a nivel visual, porque la mano maestra y elegante de Guadagnino detrás de la cámara, rimbombante y accesible al mismo tiempo —entendiendo estos dos adjetivos como nada peyorativos—, es sencillamente única.
Pero en lo que más se parecen los tres filmes es en que sus tramas te trastocan, te incomodan, te cuestionan. Y esta más que ninguna. Porque la película te obliga a posicionarte y hoy en día, ya se sabe, hay ciertos posicionamientos peligrosos, hay ciertas ideas que no se deben tener, hay ciertas personas a las que no se pueden cuestionar… Y así.
Julia Roberts, monumental, poderosa, recordó a la prensa del Festival de Venecia que las películas deben invitarnos a pensar y reflexionar, a debatirnos y debatir, a no estar de acuerdo y mirar nuestras realidades u otras realidades con otros ojos. Y sus palabras sonaron casi contraculturales, sonaron a provocación. Porque una de las cuestiones que pone sobre la mesa la película de la semana, y del mes, y del año, es si la sacrosanta cultura woke es tan sacrosanta y tan cultural. Si no tendrá algo de perverso, de político, de falso…
Y si, además, todo esto, que es un mogollón de cosas poderosas, se envuelve en una cinta incómoda en su exposición, maravillosamente bien escrita, interpretativamente excelsa (¡cómo está Andrew Garfield!) e impecablemente dirigida, estamos ante una de esas películas necesarias. Tanto que incluso puede que no nos guste.
