Últimamente reflexiono mucho acerca de lo que yo puedo hacer por mejorar el planeta. Iba a decir salvar el planeta pero me parece una empresa demasiado grande como para acometerla solo. Eso sí, sabemos que muchos pequeños gestos son los que van a contribuir a esa mejora. Más vale una acción limitada y solitaria que cualquier inacción.
Puede que la celebración de la Cumbre de Glasgow haya contribuido a que piense más en esto. Se suceden las jornadas, los documentales, los programas de televisión, los podcast y muchas otras formas de comunicación hablando del cambio climático. Ojalá los mensajes que nos lanzan vayan calando entre una ciudadanía que ha asumido el concepto de cambio climático más como un futurible que como un problema real y urgente. Es por eso que los y las expertas en la materia hablan directamente de emergencia climática y no de cambio. El cambio viene dándose desde el principio de los tiempos pero es ahora cuando se ha hecho más presente que nunca. No hay tiempo que perder.
He elegido esas tres acciones, viajar, comer y vestir, para encabezar este artículo porque me parecen tres de los actos que realizamos de manera cotidiana que podemos variar de manera más sencilla. Además, los tres son determinantes para contribuir a paliar los efectos de la emergencia que tenemos encima.
Lo que sí han tenido éxito son los billetes de avión a 9,99 euros. ¿Deberían prohibirse estas estrategias? No parecen casar bien con el medio ambiente, no.
Viajar. Sí, se ha convertido en una de las actividades casi obligatorias para la ciudadanía. No solo por ocio, que también, sino por negocio y actividad profesional. Si bien la pandemia nos ha demostrado que en un mundo globalizado como el nuestro podemos evitar muchos viajes a través de las videoconferencias, no es menos cierto que el contacto presencial sigue siendo muy necesario para cerrar acuerdos. Si tenemos que coger un avión por necesidad laboral lo cogemos y punto. Lo que a mí me tiene más preocupada es el vuelo disfrutón, ese que cogemos por el mero hecho de querer cambiar de aires. Y no son las personas que vuelan low cost las que me preocupan sino la estrategia de las aerolíneas de ofrecernos vuelos tan baratos que convierten la tentación de comprarlos en algo irresistible. Conocí el caso de dos amigas británicas a las que les salía mucho más barato volar desde Londres hasta Málaga que coger un tren para encontrarse en la capital británica desde sus propias ciudades. Increíble pero cierto. Hacer un recorrido en avión puede suponer emitir una cantidad de CO2 casi veinte veces mayor que si lo hacemos en tren. Son muchas las campañas que se han lanzado para evitar que hagamos en avión trayectos que podríamos hacer en tren, pero no han cuajado. Lo que sí han tenido éxito son los billetes de avión a 9,99 euros. ¿Deberían prohibirse estas estrategias? No parecen casar bien con el medio ambiente, no.
La mayor parte de los alimentos que acaban en la basura provienen de los hogares. Compremos con cabeza para evitarlo
Comer es algo irrenunciable, cierto, pero podemos hacerlo de una manera mucho más sostenible. Cambiando nuestra alimentación, el modo de consumir y evitando derrochar alimentos daríamos un paso gigantesco para ayudar a nuestro maltrecho planeta. Con el mero hecho de comprar productos de cercanía evitamos la enorme huella de carbono que generan los miles de kilómetros que recorren muchos de los alimentos que consumimos. Si evitamos llevarnos a casa productos envasados sin rigor sino pensando en su papel como vehículo comercial también haremos un gran bien a nuestro entorno. Como decía el ministro Garzón, reducir el consumo de carne no solo va a lograr beneficios medioambientales sino personales en nuestra salud. Ojo, no significa dejar de consumir sino reducir la cantidad. Y si a todo esto añadimos eliminar el desperdicio sin motivo estaremos promoviendo una alimentación sostenible que, además, es muy saludable. Por cierto que la mayor parte de los alimentos que acaban en la basura provienen de los hogares. Compremos con cabeza para evitarlo.
En Gran Bretaña, la media de puesta de una prenda es de cinco veces y hay un 20% de las prendas que se compran que nunca llegan a utilizarse
Vestir, otra de las ramas que podemos asir para cuidar el planeta. La industria de la moda es altamente contaminante no solo en su producción sino en toda la cadena, desde que se recogen las fibras vegetales para su creación hasta que entra en la fabricación petroquímica y las convierte en fibras sintéticas. Todo este proceso deja una tremenda huella que aún se hace más abultada si nos acostumbramos a lo que se ha llamado ya “fast fashion” o moda rápida. Hay datos que son abrumadores: en Gran Bretaña, la media de puesta de una prenda es de cinco veces y hay un 20% de las prendas que se compran que nunca llegan a utilizarse. Acabar con esta moda de usar y tirar es prioritario. Más vale invertir algo más de dinero en una prenda a la que podamos dar una larga vida que gastar, por ejemplo, en camisetas de tres euros que acabarán en el contenedor tras muy poco uso. Eso en el mejor de los casos porque la mayoría de esas prendas acaban en la basura.
Gestos sencillos, fáciles. Como decía el historiador Howard Zinn, si la gente pudiera ver que el cambio se produce como resultado de pequeñas acciones que parecen totalmente insignificantes, no dudaría en hacer esos pequeños gestos.