No todo es nuevo, aunque todo lo parezca. La desglobalización ya venía calentando motores antes de la llegada de la pandemia, el arraigo del nacionalismo y su concepto de “primero, lo nuestro”, y el ascenso geopolítico de China como consecuencia de su cambio de patrón de crecimiento (economía digital y demanda interna) eran sus señales más evidentes. Pero cogió fuerza cuando en pleno confinamiento, nos dimos cuenta que nos faltaban mascarillas, respiradores o paracetamol, y cuando empezamos a salir de la pandemia y vimos cómo la cadena de suministros globales sufría para abastecernos de bienes que ya son de primera necesidad. Hablamos de los semiconductores, un bien estratégico en las economías más avanzadas que se utiliza para casi todo, desde los coches hasta las lavadoras. Un aumento de la demanda, unido a las tensiones de la nueva geopolítica, nos hicieron conscientes de nuestra nueva dependencia.
Cuando Europa empezaba a hablar de autonomía estratégica, la guerra en Ucrania, tras la invasión del ejercito ruso mandado por Putin, nos muestra otra cara más de nuestras dependencias externas. Somos más interdependientes de lo que pensábamos; somos interdependientes hasta de quiénes no sabíamos que lo éramos. El peso del trigo, el maíz y el aceite de girasol en el mercado internacional genera dependencias extremas más allá del continente europeo. Una dependencia que supondrá un encarecimiento de materias primas especialmente doloso para los países del sur global, y qué ya está impactando en nuestra cesta de la compra y en la producción de industrias vinculadas al sector alimentario.
Un aumento de la demanda, unido a las tensiones de la nueva geopolítica, nos hicieron conscientes de nuestra nueva dependencia
Junto con la dependencia de las materias primas, la dependencia de las energías no renovables: el gas y el petróleo. Ya sabíamos que la transformación energética es una cuestión a largo plazo que requiere tiempo. Pero, en su proceso de transición a la edad adulta, la Unión Europea no había sopesado suficientemente los riesgos de su dependencia extrema de “petrodictadores” como Putin, peligrosamente consciente del arma de disuasión que tiene en sus manos. Ahora, la Unión Europea, a la cabeza de la transición energética a nivel global – el Pacto Verde Europeo marca una hoja de ruta clara hacia la descarbonización – se encuentra ante la encrucijada de tener que acelerar una transición que ya reclamaba urgencia.
El peso del trigo, el maíz y el aceite de girasol en el mercado internacional genera dependencias extremas más allá del continente europeo
Christian Lindner, Ministro de Finanzas de Alemania, consciente a la fuerza de la dependencia extrema de Alemania del gas ruso, ya anticipó esta semana un cambio de paradigma al decir que la “energía verde” debe considerarse la "energía de la libertad". Y es bajo este cambio de paradigma que Alemania acelera la reducción de su dependencia energética, acelerando las energías renovables y comprometiéndose a alcanzar el 100% de energía limpia en 2035, y no en 2050 (pese a que el canciller Olaf Scholz haya aceptado que, a corto plazo, no tiene más remedio que seguir comprando gas y petróleo a Rusia). Asistimos a la constatación de que el paradigma de la seguridad nacional tiene una fuerza movilizadora mucho mayor que el paradigma de la catástrofe climática.
La guerra ha dado un nuevo sentido de urgencia a la tarea de abandonar el carbón, el petróleo y el gas
Estamos ante una emergencia que impacta en el bolsillo de la población y en la productividad de las empresas. Los países de la UE tendrán que salir combinando medidas en el corto plazo, para revertir el impacto del precio del gas y el petroleo en la escalada de precios, con medidas estructurales de transformación energética en el largo plazo. El plan RePowerEu, publicado esta semana por la Comisión Europea, viene a revisar la estrategia energética de la UE tras la invasión de Ucrania para depender menos del gas ruso. Una transición que solo será posible a través del despliegue de energías verdes (eólica, solar y fotovoltaica).
Estamos ante una emergencia que impacta en el bolsillo de la población y en la productividad de las empresas
La guerra ha dado un nuevo sentido de urgencia a la tarea de abandonar el carbón, el petróleo y el gas. Asistimos a un cambio de paradigma en el que el clima pasa a ser considerado como parte esencial de la seguridad energética, de la soberanía estratégica y de la sensación de libertad. Este cambio trae la buena noticia de que se puede desencadenar un nivel de atención y de gasto en energías limpias que hasta ahora no se había producido. Pero, para que esta transformación en el corto y en el largo plazo sea viable, no va a ser suficiente con inversiones significativas, también se van a requerir cambios de comportamiento individuales. Analizar y entender las resistencias individuales y colectivas a un cambio acelerado, será fundamental para el éxito de la transformación energética (la reacción a las palabras de Borrell pidiendo a la población un menor consumo de calefacción son un ejemplo de ello). No nos olvidemos de esta parte, el papel que juegan las emociones y la sensación de pérdida de bienestar ha sido determinante en algunos de los hechos que han caracterizado la historia reciente.