Es lo más habitual referirse a Juan Carlos de Borbón como “el rey emérito”. Es una forma de hablar, porque ninguna norma le confiere dicho honor. Quien fue monarca constitucional de España entre 1978 y 2014 abandonó la jefatura del Estado en una situación tan peliaguda que hicieron falta varias normas para evitar un espectáculo aún más bochornoso que el contemplado en los últimos años, culminando con el de hace unos días. Para empezar, un Real Decreto de 13 de junio de 2014, diez días después del anuncio de la voluntad de abdicar, estableció que Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia siguieran usando sus títulos de rey y reina, así como el tratamiento de majestad, “con carácter honorífico”. Días después, una ley orgánica (como establece la constitución) reguló su abdicación, efectiva desde el 19 de junio de 2014. Muy poco después, sin tiempo prácticamente para que nadie le armara un tole-tole jurídico, por vía de urgencia y en una operación de camuflaje, se reguló el aforamiento ante el Supremo para toda causa civil y penal “contra el Rey o Reina que hubiere abdicado y su consorte”. 

Lo de emérito, como es sabido, no aparece por ningún lado en esa normativa, es algo gratuito y nunca mejor dicho. Aunque conozco algún catedrático que defiende que el emeritazgo le ha devuelto a la condición de becario, lo cierto es que obedece a un reconocimiento de un extraordinario desempeño en el oficio. Emérito significa eso literalmente, que mantiene los honores de su oficio por razón de su mérito. Los méritos que sin duda acumuló Juan Carlos de Borbón durante la Transición se difuminaron con los escándalos y, sobre todo, con las irregularidades fiscales que cometió y las comisiones indebidas que cobró posteriormente. Podríamos entonces decirle con mayor propiedad y apego a la normativa simplemente rey, que es el título que mantiene con carácter honorífico.

 

Los méritos que acumuló Juan Carlos de Borbón durante la Transición se difuminaron con los escándalos y, sobre todo, con las irregularidades fiscales que cometió y las comisiones indebidas que cobró posteriormente

 

Si su reinado acabó de manera tan poco decorosa y carente de todo mérito fue principalmente, por supuesto, responsabilidad suya pero también, conviene recordarlo pues seguimos en las mismas, por ausencia de una ley de la Corona. De hecho, lo que no se había hecho entre 1978 y 2014, o precisamente por no haberlo hecho, se hizo en cuestión de un mes en aquel verano. Se hizo mal, como cabía esperar de las prisas, pero seguramente era lo único que podía hacerse cuando el titular de la corona había dejado la institución a milímetro y medio de precipitarse por el despeñadero.

Se dirá, no sin razón, que cabía otra solución: ya que estamos como Telma y Louise a un minuto de terminar la película, un referéndum para decidir si se prefiere prescindir de la monarquía e ir a la tercera república. Como todo referéndum se antoja una solución democrática, limpia y transparente. Sin embargo, a mi modo de ver, tiene pegas bastante insuperables. La primera es el cuándo, porque la lógica diría que no se puede hacer antes de reformar a fondo la constitución sino como consecuencia de dicha reforma, y no parece que el paisaje parlamentario español esté para reformas constitucionales y menos una de este calado. La segunda es que el resultado de dicho referéndum podría muy bien ser muy dispar territorialmente, y crearnos un nuevo problema político sobre quién decide qué.

 

Si su reinado acabó de manera tan poco decorosa y carente de todo mérito fue principalmente, por supuesto, responsabilidad suya pero también, conviene recordarlo pues seguimos en las mismas, por ausencia de una ley de la Corona

 

Existe, sin embargo, la posibilidad, más práctica, de proceder al contrario: no reformar sino desarrollar la constitución como en tantos otros aspectos se ha hecho. Una ley orgánica de la Corona sería el lugar para rodear esa institución de una vigilancia republicana, que es, por otro lado, como funcionan las monarquías parlamentarias europeas. Una ley que regule la gestión y el control económico, fiscal y patrimonial de la casa real y del propio monarca; el funcionamiento de sus casas civil y militar; el estatuto del príncipe de Asturias; aspectos de su vida privada que tienen trascendencia pública, como los viajes o las relaciones con otros jefes de Estado; la propia abdicación. 

En ausencia de una ley orgánica de la corona todo ha sido y, lo que es peor, sigue siendo improvisación. El propio Felipe VI ha tenido que echar mano de este recurso al renunciar a su herencia, al redefinir la familia real, ordenar la auditoría de sus cuentas o enviar a su padre fuera de España. No son asuntos que en un sistema constitucional como el nuestro deban estar al arbitrio del rey puesto que ni su casa, ni su familia, ni mucho menos sus cuentas y patrimonio son asuntos privados sino públicos. Felipe VI es rey de una dinastía vieja pero de una monarquía muy joven (él es su segundo titular). De sus antepasados desde Carlos IV sólo Alfonso XII reinó y murió (muy joven) en el cargo sin tener que salir ignominiosamente de España. Ninguno, incluido su padre, tuvo una ley de la Corona. Ahí lo dejo.