Hace diez años lo más "in" en el mundo de la tecnología eran las gafas de Google, un dispositivo que permitía consultar un ordenador mientras se hacía cualquier otra cosa. Aunque su coste de producción era todavía muy elevado, la empresa propietaria del famoso buscador fabricó varias unidades que puso en manos de los frikis más influyentes del mundo. Ponérselas era símbolo de éxito, así que no es de extrañar que Iñigo Urkullu o Xabi Uribe-Etxebarria se fotografiaran rápidamente con ellas.

Surgieron startups dedicadas a la materia, Tecnalia no tardó en poner investigadores en el ajo, la Spri creó cursos para aplicarlas en la empresa vasca, el IMQ lanzó una app especial para usuarios de estas gafas y algunas instituciones sucumbieron al poder de la nota de prensa con las tecnologías de moda. Todo esto en una Euskadi cuya economía sigue anclada en la tradición metalúrgica excelentemente adaptada a fenómenos contemporáneos como las energías renovables o la automoción eléctrica.

En este contradictorio y convulso país conviven una tozuda realidad de tornillos, hornos, trabajadores inmigrantes y humos con una especie de metaverso feliz para el que siempre hay dinero. Público, eso sí. O como mucho semi-público, que por ahí van los tiros cuando hablamos de startups como Sherpa o mastodontes con buenos amigotes, como el IMQ.

Tenemos la gran suerte de tener grandes empresas que, a base de trabajo y paciencia, han construido líderes mundiales en su ámbito. Como Gamesa, CAF, Orona, ITP, Velatia o Gestamp Automoción, que nacieron de un know-how metalúrgico y energético para adaptarse a un mercado que demandaba nuevos productos.

Pero al mismo tiempo el exceso de dinero público está alimentando una economía virtual que vive más del cuento que de las ventas. El know-how de esa cancamusa vasca consiste en preparar larguísimos informes que podrían justificar cualquier cosa. O en hacer grandes edificios que supuestamente van a albergar catedrales de la innovación, el emprendimiento y últimamente también de la economía circular.

Las gafas de Google fracasaron, tal y como describe un libro recién publicado por Quinn Myers. Por una parte, porque los primeros usuarios que se las ponían para algo más que hacerse un selfie se mareaban. Por otra, porque Google se fijó demasiado en el friki, al que despectivamente se calificaba como "glasshole" (del inglés glass + asshole, gilipollas con gafas), y no supo dirigirse al ciudadano normal. Y finalmente, por lo más importante: el producto llegó demasiado pronto a un mercado, el de la realidad virtual, todavía inmaduro y a un precio prohibitivo: 1.500 dólares.

En Euskadi tenemos muchos casos de tecnologías que funcionan en el laboratorio pero que nunca llegan a venderse. También de startups que hacen ruido pero con cuentas de resultados de risa. Algunas generan, cuando menos, una cantera de profesionales que luego tienen fácil empleabilidad.

De ahí que la idea de mezclar a emprendedores con empresas tradicionales de éxito tenga todo el sentido del mundo. El ímpetu y las ganas de los primeros se mezclan con el conocimiento, especialmente del mercado, de los segundos. Lo real modela a lo virtual hasta darle sentido comercial. Eso sí, con menos selfies y más trabajo.