Una constitución es, en principio, algo tan sencillo como el papelito que viene con los juegos de mesa donde se dice cómo va eso, lo que cada jugador puede y no puede hacer. Lo único que hay que decidir es si quiere jugar o no. Siempre hay quien no quiere y se especializa en martirizar a los que están jugando, pero normalmente son uno o dos y con no hacerles mucho caso, el juego puede funcionar más o menos bien. Si el juego fluye es porque yo no avanzo tres casillas porque quiero y otro no coloca mi ficha en la casilla de salida cada vez que le va mal. Las instrucciones de un juego suelen tener normas muy claras —avanzas el número de casillas que marque el dado— y otras implícitas —se supone que no puedes renunciar a tu turno. Incumplir estas últimas, las de sentido común, no es propiamente una trampa, pero bloquea el juego y lo hacen imposible.
Algo de esto tienen también las constituciones. Contienen normas muy claras —como la que prohibe quitar el derecho al voto a gente de determinada raza— y otras de sentido común —como las que prevén que las cámaras deben aprobar leyes. Que se incumpla lo primero es contrario a la constitución de suyo, y por lo mismo nulo, pero que se incumpla lo segundo no es contrario a la constitución. Las Cortes podrían estar, teóricamente, una legislatura entera sin aprobar una sola ley y no estarían actuando contrariamente a la constitución. Sin embargo, sí estarían actuando contra el sentido común constitucional, es decir, contra lo que hace que ese complejo mecanismo que es la constitución funcione correctamente.
El juego de la constitución es a la vez sumamente atractivo y extremadamente delicado. Atractivo acaba siendo incluso para quienes en principio deciden que no quieren jugar ateniéndose a sus reglas. En nuestra historia reciente hemos visto varias veces ya a personas que bajo ningún concepto, de ninguna manera, antes muertos iban a entrar en el juego constitucional, moverse en el mismo como si lo hubieran hecho toda la vida. Si lo hacen es, en buena medida, porque comprueban que jugando de acuerdo a las reglas aceptadas por la mayor parte de la sociedad se consiguen muchas más cosas que intentando imponer las propias.
Pero la constitución es también un juego delicado, muy sensible no solo a las trampas flagrantes sino también a la falta de sentido común. Por ejemplo, no puede proseguir cuando se pervierte su lenguaje. El ejemplo más cercano al respecto está todavía en Waterloo. Cuando Carles Puigdemont y compañía invocaban algo tan constitucional como la voluntad popular para incumplir las normas constitucionales —Constitución y Estatuto— estaban, en realidad, saltándose la primera regla del juego: la democracia. Como le recordó una profesora de Ciencia Política en Copenhague al propio fugado, la democracia es, por supuesto, votar, pero también cumplir lo votado.
El juego prevé que el poder menos político, el judicial, funcione de manera autónoma, sin control por parte de los otros dos poderes, pero que existan puentes que los conecten
Tampoco funciona bien el juego constitucional cuando algún jugador decide entorpecerlo haciendo una interpretación abusiva de la literalidad de sus normas. La constitución prevé, por ejemplo, que, dado que se parte de una división de poderes, haya un equilibrio entre ellos, que no estén desconectados unos de otros. Son varios los puentes que conectan poderes: el ejecutivo tiene iniciativa legislativa y el legislativo controla al ejecutivo, por ejemplo. Por ello, el juego prevé que el poder menos político, el judicial, funcione de manera autónoma, sin control por parte de los otros dos poderes, pero que existan puentes que los conecten. Así, el poder legislativo nombra a quienes, sin ser parte de dicho poder, se ocupan de que funcione correctamente, es decir, al Consejo General del Poder Judicial.
¿Se puede pasar de nombrarlos? No es trampa, pero desnaturaliza el juego. El sentido común constitucional indica que se haga, que eso es lo conveniente para que el juego fluya. Al no hacerlo, hay una parte del juego constitucional que se bloquea y que puede dar lugar a que aparezcan situaciones muy perturbadoras. La primera es que ese organismo constitucional que debe renovarse cada cinco años para que el poder judicial funcione bien, se perpetúe de facto, como el actual. Puede dar lugar también a una actitud filibustera en el propio Consejo que le impida cumplir sus funciones, como la que han mantenido los consejeros que en su (lejano) día propuso el Partido Popular. Entre esas funciones incumplidas hasta el recochineo ha estado ni más ni menos que la de nombrar magistrados del Tribunal Constitucional, solo satisfecha cuando el resto de consejeros han aceptado la imposición de los filibusteros.
El Partido Popular, desde que perdió mayoría en el Congreso, decidió no contribuir a renovar el CGPJ, y en esas sigue. Debería la derecha reconsiderar esa actitud no tanto desde la política de partido cuanto desde la del sentido común constitucional. Esta es, por cierto, la mejor manera de respetar y hacer valer el texto de 1978.