Nos pasamos el verano 2022 bailando al ritmo del “despechá” de Rosalía y llegamos a la navidad con el príncipe Harry de Inglaterra cantándole las cuarenta a su familia a través de entrevistas televisivas, libros y documentales. En el arranque del 2023 nos hemos topado con las memorias del segundo de a bordo del recién fallecido Papa emérito, George Gänswein, en las que airea las discrepancias entre Benedicto XVI y el Papa Francisco, también con la separación de Mario Vargas Llosa e Isabel Presley llevada al mundo de la literatura por el premio nobel en un cuento en el que asegura que se enamoró con la pichula y con la que es ya la canción más descargada en youtube y las redes sociales, la del productor Bizarrap en la que Shakira le muestra a su ex, Piqué, todo su desprecio.
Cantarle al despecho no es nuevo, ni escribirle, ni mostrarlo en el cine. El resentimiento y la consiguiente venganza es tan viejo como el mundo pero tengo la sensación de que hoy, en pleno siglo XXI, le damos más importancia que nunca. De hecho, todas las noticias citadas hasta ahora han sido las que más audiencia han atraído en estas últimas semanas. Nos preocupa la inflación, sí, el paro, saber si el mes que viene vamos a poder pagar la luz o no, la violencia de género y tantas otras cosas que marcan nuestras vidas, pero cuando nos ponen delante un buen ejemplo de dolor ajeno, de despecho amoroso, perdemos la perspectiva. O más bien percibimos la realidad de otra manera.
Puede que en esas noticias, con su seguimiento intensivo, busquemos evadirnos de un día a día que no nos gusta. La miseria ajena siempre ha tenido un público nutrido porque diluye la propia y quienes nos encargamos de contar las cosas que pasan, lo sabemos. Lo saben aún mejor quienes a través de interesantes estrategias de marketing y comunicación logran que nuestra percepción de la vida sea inventada. Ahí quería yo llegar, a la brecha que existe entre la realidad y lo que de verdad existe.
La inconclusa pandemia, el miedo a que nuestro mundo se pare en cualquier momento y nos vayamos sin siquiera despedirnos, nos ha convertido en apóstoles del carpe diem. De nada sirve ya guardar y pensar en el futuro, porque ese mañana es hoy
Me pregunto a menudo cómo es posible que las distintas organizaciones solidarias insistan en facilitar cada día cifras más abultadas de personas a las que ayudan, que los gobiernos creen distintas herramientas para que los más vulnerables tengan cada día algo que llevarse a la boca o que las colas para solicitar prestaciones sean más largas mientras los comercios de productos no esenciales, los bares y restaurantes y todo lo relacionado con el ocio se llene sea la época del año que sea. Lograr que vivamos con una ilusión y una alegría que no se corresponde con los datos económicos es la labor de esas agencias de percepción de la realidad en que se han convertido los gabinetes de comunicación.
La inconclusa pandemia, el miedo a que nuestro mundo se pare en cualquier momento y nos vayamos sin siquiera despedirnos, nos ha convertido en apóstoles del carpe diem. De nada sirve ya guardar y pensar en el futuro, porque ese mañana es hoy. El ahorro de las familias ha caído, lo acumulado se va esfumando a pasos agigantados porque el hedonismo no sale gratis y, por supuesto, porque los precios se han disparado de tal manera que quitamos del montón más de lo que ponemos. Así todo, seguimos pensando que el momento hay que atraparlo sin esperar al futuro.
Vivimos en la era del marketing de percepciones. Existen millones de maneras de interpretar el mismo mundo, pero la persuasión que esa herramienta ejerce sobre las personas hace que lo interpretemos tal y como quieren quienes mueven los hilos económicos, que a fin de cuentas son los que nos hacen comportarnos de una u otra manera.
Manejar nuestras emociones es el objetivo prioritario de quienes deben conseguir que las mantengamos alegres. Tristes y deprimidos consumimos menos, mientras que en estado de alegría y felicidad nos sentimos capaces de afrontar cualquier situación por mucho que la cuenta corriente mengue. Así que conseguir que nos olvidemos de las noticias negativas, del dolor de las colas del hambre o de los bonos de comida se vuelve sencillo cuando esas agencias de la persuasión se encuentran con la posibilidad de que nos preocupemos más de la pichula de Vargas Llosa o del Casio y el Twingo que han sustituido al Ferrari o el Rolex de Shakira. ¿Qué otra cosa mueve el mundo con más fuerza que el desamor? El dinero, nada más.