Hay voces que se te graban en la mente como una vivencia punzante. Voces que se te pegan como una cicatriz y te acompañan aunque ni siquiera conozcas a sus dueños. Suele ocurrir esto con las voces de algunos dobladores de películas, con cantantes o con profesionales de la radio. A servidor le pasaba esto con el periodista Luis Fernando Baranda, fallecido de forma repentina diez días atrás.
Esa voz tan particular formaba parte de mi vida porque cada tarde, al escuchar durante unos minutos 'La Brújula de Euskadi', sentía una suerte de vínculo insondable con este veterano de Onda Cero. Había en su tono algo de alegría contagiosa, como de fiesta perpetua, de apuesta por el disfrute en esta tierra baldía. Había en su timbre y en su intensidad y en su articulación de las palabras un halo arrollador, convincente, chispeante. Su voz, por encima de todo lo dicho, era simpática. Por eso siempre me despertaba una sonrisa. Y por eso estas líneas de homenaje.
Repito que no fui amigo de Luis Fernando ni lo conocí ni siquiera le tuve cerca. Pero su voz me vencía y me convencía porque notaba que al otro lado del micrófono había un buen tipo dedicado a este oficio de contar las cosas. Leí en alguna parte que la voz es el mejor retrato de una persona. Y tal vez leí o tal vez he concluido, tanto da, que nada perdura como la forma de hablar de alguien. Será porque yo todavía oigo muchas voces ya perdidas de seres queridos.
Somos fugacidad, es cierto, pero también permanencia. Porque en esta existencia donde casi todo es pasajero, las voces se perpetúan ahí, escondidas en los recovecos de la memoria, siempre dispuestas a recordarnos que somos mortales. A gritarnos, así, de forma altisonante como el alarido de un animal, que la vida es tan cabrona que hay que amarla y saborearla cada día.
Es un enigma pero es cierto: este compañero de oficio era una de esas voces inolvidables. Ahora Luis Fernando Baranda ha cruzado la oscura penumbra del más allá y sospecho que para sus familiares y amigos no existe el consuelo, porque ellos se han quedado sin la voz y, lo que es peor, sin su dueño.
¿Qué decirles sin que suene tópico? No tengo certezas porque no existen. Pienso, como en aquel poema, que pese a que ya nada pueda devolverles la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no deben afligirse, porque la belleza, en este caso en forma de voz, permanece en el recuerdo.