Del Día del Trabajo, solo queda una cosa respetable. Su origen. Un 1 de mayo de hace 138 años, el movimiento obrero de Estados Unidos conquistó la jornada de 8 horas. En España, la victoria llegaría tres décadas después. Esas personas salieron a las calles y liaron la mundial. Arriesgaron lo que tenían, lo único que les era propio, sus vidas, para dignificar el presente y preparar un futuro mejor. Se sacrificaron por ti, por mí y por el que curra en festivo para ganarse la confianza del jefe. Cómo les hemos fallado.
Vivimos en la glorificación del yo. Una sociedad que pone el foco sobre el individuo y diluye la fuerza colectiva, tan esencial para enfrentar abusos y ganar derechos. Las huelgas se han reducido a un aspaviento exótico que practican de tanto en cuanto los operarios de fábrica. Fuera del trabajo en cadena, la movilización pasó de moda. Eso de cooperar y practicar la solidaridad da pereza. Se lleva más ser un chaquetero que negocia sus propias mejoras en el despacho del gerente, a puerta cerrada.
Probablemente la culpa no sea del todo nuestra. El neoliberalismo funciona de manera impecable. Devora cualquier atisbo de acción conjunta y entrona la cultura del sálvese quien pueda. Poca gente, poca y atrevida, habla ya de "conciencia de clase". En realidad el concepto, un llamado a la unidad, está dejando de existir. El sistema lo ha desmantelado, mientras alimentaba enfrentamientos, envidias, dentro de la misma empresa y entre las profesiones más dispares. Quien está en el paro desea la suerte del repartidor de pizzas, el repartidor se queja de lo que gana el operario de fábrica, el operario desconfía del comercial encorbatado y el comercial pisa cabezas para llegar a ser director de área.
Las huelgas se han reducido a un aspaviento exótico que practican de tanto en cuanto los operarios de fábrica
Cada uno lucha por lo suyo mientras se autoconvence, sobre todo si tiene hipoteca a 35 años en una urbanización impersonal, de que es clase media y merece lo que tiene más que el vecino. Por tanto, cuando llega un conflicto laboral, uno realmente gordo, porque seguir con el mismo sueldo desde hace una década ha dejado de serlo, ya no se cocina una protesta colectiva. Ahora, la mayoría del personal asume el problema como privado y llama con discreción al abogado laboralista.
Solo uno de cada diez vascos está afiliado a un sindicato: como tantas otras estructuras tradicionales de poder, su legitimidad está en crisis. La gente recela, cree que no defienden los intereses generales, que buscan sacar tajada de la precariedad, que solo se sirven a sí mismos. Puede que el desprecio esté justificado, pero le viene de perlas a este capitalismo sin anestesia.
Nos han convertido en islas que resisten, solas, los envites del maremoto laboral. El mundo anda agitado, de crisis en crisis. Eso genera incertidumbre, desconfianza y convierte la resignación en el principal estado de ánimo. Aceptamos el pájaro moribundo en mano, porque ya no hay ciento volando. Y sentimos cierto alivio si logramos sortear las más despiadadas burlas del mercado, como vivir en una habitación de alquiler a los 40 o aceptar trabajo extra de rider para llegar a fin de mes.
Sentimos cierto alivio si logramos sortear las más despiadadas burlas del mercado, como vivir en una habitación de alquiler a los 40
"Al menos tienes trabajo" es uno de esos tóxicos latiguillos que resisten el paso del tiempo. Hemos de vivir agradecidos y emocionados por sufrir jornadas interminables, hacer malabares con el salario o terminar en un puesto totalmente ajeno a nuestra formación académica. A fin de cuentas el curro "dignifica", expresión que se ha manipulado hasta la saciedad con un objetivo evidente: tragar. La interiorizamos, sobre todo, cuando logramos dedicarnos a lo que nos gusta a costa de unos cuantos sacrificios. Más veces de las deseables es un empleo precario, pero con un poquito de vocación y un muchito de masoquismo aguantamos el tipo.
Hay más falacias en torno al empleo. Por ejemplo, la idea de que quien trabaje duro llegará lejos. Esta narrativa, tan arraigada en el imaginario colectivo, omite a propósito la influencia de importantes factores estructurales: la clase social, el acceso a la educación, las redes de contacto... También pasa por alto cómo las dinámicas de poder y la distribución desigual de recursos acaban favoreciendo a unos pocos, y no necesariamente los más abnegados. El mito del esfuerzo perpetúa una meritocracia inexistente. Cuando llegan los lamentos, ya es tarde.
Lo más terrible de todo es que esta manera de entender y vivir el trabajo ha empujado a eso que el filósofo Byung-Chul Han denomina la "sociedad del rendimiento". Según su teoría, como asalariados ya no solo nos empleamos para otras personas. Además nos estamos convirtiendo en nuestros propios empresarios, perpetuamente preocupados por nuestra productividad, pero también por el desarrollo personal. O sea, deseamos sentirnos valiosos, útiles, querernos... Y como el curro es el eje de nuestra existencia, y el poco tiempo de ocio que queda se pierde entre cañas, pilates y aspiradoras, nos explotamos voluntariamente para conseguir ese objetivo.
Más veces de las deseables es un empleo precario, pero con un poquito de vocación y un muchito de masoquismo aguantamos el tipo
Pasamos media vida de la oficina a casa y de casa a la oficina, en una burbuja de hiperactividad que nos hurta la capacidad de demorarnos, de recrearnos, de entregarnos a la contemplación. El tiempo perdió su fragancia, al tiempo que moría el espíritu de comunidad. Ya va siendo hora de pensar cómo trabajamos, por qué y para qué.
¿Qué sentido tiene doblar el lomo once meses al año y descansar uno, cruzando dedos para que este mes aguante la vieja lavadora, corriendo de aquí para allá, ocupando la última hora del día con una serie para no pensar en lo rápido que pasa el tiempo, mientras el mundo se derrumba a nuestros pies?
Necesitamos cuestionar la sostenibilidad de un sistema que premia el individualismo a expensas del interés colectivo. Plantearnos nuevas formas de organización empresarial y laboral que prioricen la cooperación. Proteger el bienestar personal sobre el éxito material. No limitar el debate a la reducción de la jornada, porque 120 minutos menos jamás serán el antídoto a esta vida frenética. Reimaginar el trabajo como una pieza más de nuestra existencia, solo una más, con la que sentirnos plenos. Cuidar. Cuidarnos.
No sé, supongo que es mucho pedir, pero yo trabajo en una cooperativa que lo está intentando.