Mayo es un mes emotivo. Hasta tontorrón. El primer domingo arranca entre nubes de flores en homenaje a las madres y llegamos al ecuador con el Día de las Familias. Mientras no quede huérfana o literalmente sola, lo viviré cual Dorothy en Mago de Oz. Momento de reconocerme afortunada, golpear tres veces los zapatos color carmín y afirmar que "no hay nada como el hogar". Por hogar me refiero a mi gente, personas a las que quiero y tienen a bien mandarme un whatsapp para saber qué tal fue el día, no el pisito que me casó con el banco.

Este sentimiento de pertenencia es especialmente confortable ahora que nos desbarrancamos hacia una sociedad líquida. El término, sociedad líquida, lo patentó Zygmunt Bauman y nadie ha osado llevarle la contraria. Nuestras relaciones se están volviendo cada vez más efímeras. Las estructuras sociales pierden estabilidad y amenazan con desintegrarse, sin tiempo de reconstrucción. La identidad humana ha estallado en un puzzle de mil piezas, porque convenía imponer la idea de que ser, sentirse, especial funciona. Pero no. Solo hay que observar el experimento sociológico llamado First Dates con su desfile de personitas llenas de etiquetas que se autodefinen como esto o lo otro mientras echan pestes de los lazos íntimos. Mucha soledad, bastante miedo y más individualismo. Si gana el "divide y vencerás", perderemos los de siempre.

Fluidez y adaptabilidad quieren ser las nuevas reglas de un juego lleno de incertidumbre. Como nos sentimos cada vez más perdidos, desorientados, sin brújula en mitad de la tormenta, quienes manejan los hilos nos animan a repetir "be water, my friend" con mucha convicción y hacer mindfulness. Aviso. A la larga eso tampoco ayuda a recuperar el norte.

Nuestras relaciones se están volviendo cada vez más efímeras. Las estructuras sociales pierden estabilidad y amenazan con desintegrarse

Por suerte, tanto postmodernismo nos está haciendo recordar la importancia de un pilar al que aferrarnos cuando el suelo se tambalea: la familia. Da la sensación de que en los últimos tiempos está volviendo a ponerse de moda. La familia como el faro en la comisura del acantilado, el refugio que proporciona seguridad, el árbol que hunde las raíces en la tierra, el arco de un puente que une dos orillas, el horno que forja el acero, lo que no falla cuando todo se desmorona. La de gente de mi generación que andaría al borde del colapso si no fuera por ella.

Ahora bien, ¿qué es la familia? Habrá a quienes la pregunta les parezca absurda, pero el debate actual se centra precisamente en eso, en su significado o redefinición. Cuidado con lo que se dice y cómo. Lo mismo pueden tildarle a una, a uno, de facha que de rojiparda, marxista o deconstruccionista. Andamos pelín quisquillosos en esta sociedad cada vez más polarizada.

Hay partidos, o corrientes ideológicas, que han decidido aprovechar el desamparo general para sacar del trastero ese modelo rancio que llegamos a convertir en la excepción a la regla. No les va mal con la intentona. Tiktok se está llenando de chavalitos defensores del esquema Varón Dandy, puticlub y esposas devotas, solo que actualizado con burpees y reggaeton. Estos jovenzuelos tienen más pelos en el sobaco que neuronas (apunte: se lo depilan), pero acumulan seguidores de forma alarmante.

Tanto postmodernismo nos está haciendo recordar la importancia de un pilar al que aferrarnos cuando el suelo se tambalea: la familia

En Euskadi, tierra con gobiernos que juran ante un árbol sagrado, todavía se mantiene en pie un concepto bastante tradicional de familia. Más sanote, eso sí, que el que la ultraderecha ansía rescatar. Madres trabajadoras, quedadas en clan, misa de tanto en cuanto, sociedades gastronómicas exclusivas para señores y algún que otro alarde feminista. Además, nos encanta sacar pecho del mito del matriarcado vasco. Digo mito porque aquellas baserritarras que supuestamente manejaban el cotarro no podían ni heredar el caserío, pero la idea prendió en el imaginario colectivo. Eso, al parecer, es lo que cuenta.

La defensa de los valores de toda la vida empieza a tomar impulso como reacción a esta era convulsa. Pero también se están abriendo paso nuevos patrones. La familia sigue siendo punto de apoyo crucial con el que hacer frente a la sociedad líquida, espacio de aprendizaje continuo, correa de transmisión de principios para las generaciones venideras. Así que está la opción de aferrarse al pasado o amoldar esta institución a las circunstancias para no perderla.

Familia es ahora la madre que cría sola a sus hijos, una pareja del mismo sexo con perro, las amigas que lloran juntas una ruptura sentimental o se cuidan cuando una cae enferma. Esas estructuras brindan apoyo, fomentan el crecimiento personal, cultivan vínculos afectivos. Y la sangre no tiene por qué formar parte necesaria de la ecuación.

En Euskadi, tierra con gobiernos que juran ante un árbol sagrado, todavía se mantiene en pie un concepto bastante tradicional de familia

Bueno, claro, cierto sector de la población anda resentido con tanta diversidad. A su juicio, algunos de esos esquemas solo deberían de considerarse asociacionismo. Si todo es familia, al final nada lo es. Pero yo me pregunto: ¿acaso no resulta pelín absurdo considerar eso, familia, lazos de parentesco donde apenas queda un poquito de cariño? ¿Por qué ese primo con el que solo coincidimos en la comida de Navidad merece el título y no la colega inquebrantable, archivista de nuestros deslices, confesora de los momentos tristes, testigo de nuestros más épicos fracasos y sonadas victorias?

Hay personas que han perdido muchas horas de sueño debatiéndose entre el deber de mantenerse fieles a su padre, su madre, sus hermanos, aunque esa relación solo les provoque dolor, o la necesidad de romper con lo políticamente correcto y lanzarse a una vida llena de ternura en la que la manada se transforma. Todas, todos, deseamos que las ramas de nuestro árbol genealógico crezcan fuertes. Pero no siempre se puede. Quizá hay que preocuparse menos por satisfacer un ideal preestablecido y tratar de construir relaciones auténticas, significativas, de las que nutren el corazón y ponen las pilas. Sean como sean con quien sea.

Nos enfrentamos a amenazas muy feas. Por un lado, fragmentación identitaria, individualismo extremo, consumismo desenfrenado, inestabilidad laboral, fragilidad de las relaciones sociales. En la otra orilla, una ola retrógrada que quiere responsabilizar a las mujeres de todos los males actuales por incorporarse al mercado laboral, devolverlas a la cocina y el mocho, enterrarlas en la subordinación. Por eso, ¿ha de preocuparnos la forma que adopte nuestra familia, biológica o elegida, o lo suyo es entregarnos a la dulzura, el afecto, la lealtad, el respeto, la complicidad, la igualdad con quienes tenemos a (y de) nuestro lado?

No sé, supongo que de lo que hablo es del poder sólido del amor.