Vivimos rodeados de paletos. Paletos de ciudad. Gente que sienta cátedra de lo que sea porque arrancó una licenciatura entre botellones y resacas, o que presume de despacho diseño Bauhaus tras pelarse los dedos con la llave Allen. Son las mismas personas que un día se declaran veganas por amor a los animales y al siguiente piden frappé-latte. También forma parte de esta especie en peligro de sobrepoblación la peña que celebra cada nueva venta de un seguro como si hubiera tumbado al ejército persa de las Termópilas, aprieta insistentemente la bocina a ver si así disuelve el atasco, utiliza el término "provinciano" o hace muchísimo el ridículo cuando va al pueblo.
Bueno, lo de quedar en evidencia al salir de la ciudad, en realidad nos pasa a casi todas las personas que vivimos entre asfalto. De un tiempo a esta parte nos hemos distanciado tanto del mundo rural que, cuando volvemos a él, resulta imposible disimular las costuras. Pillamos una casita con spa, bombones y botella de vino del paquete Wonderbox, nos ponemos romanticones y la cosa arranca bien, pero luego llega el despertador del gallo, pisamos una boñiga, perdemos la señal del móvil, descubrimos que no hay bar en diez kilómetros a la redonda y, ay, qué incomodidad. Resulta que aquello no era un parque temático.
Además, nos hemos acostumbrado a mirar lo que nos rodea con cierta arrogancia. Ya sabéis, esa chulería típica de quien es capaz de lanzar citas de Kant cual confeti desde su atalaya de ladrillos y setenta metros cuadrados, pero no tiene ni pajolera idea de cuándo se planta la acelga. Un desdén que se alimenta con glotonería de prejuicios y estereotipos. La ciudad es una burbuja de falsa superioridad intelectual. Estalla en cuanto nos acercamos al campo.
De un tiempo a esta parte nos hemos distanciado tanto del mundo rural que, cuando volvemos a él, resulta imposible disimular las costuras
Este pasado fin de semana viajé por trabajo a la Merindad de Río Ubierna, donde las morcillas de Sotopalacios. Varias organizaciones estamos acompañando a este municipio burgalés en una estrategia de cuidados de las personas, de la vida, el patrimonio y entorno natural a lo largo de sus viejas estaciones ferroviarias. Yo soy de las pocas, dentro del equipo, que vive en ciudad. La iniciativa es preciosa, valiente y compleja. Han decidido aplicar metodologías de innovación social y ya están con procesos participativos. Al contemplar su empeño, todos los estúpidos clichés que pudiéramos tener del mundo rural se van al traste.
En los pliegues de nuestros territorios encontramos iniciativas tan osadas, transformadoras y rebosantes de impacto positivo como las que pueden estar cociendo los hubs urbanos. Aquí mismo tenemos el ejemplo de Kuartango Lab. Desde finales del siglo XIX hasta 1950 fue un balneario de postín. Ahora, tras una estrategia que algún día debiera leerse en los libros de la historia vasca, sus 5.000 metros cuadrados de superficie se están llenando de innovación, experimentación y emprendimiento. Así como quien no quiere la cosa, aunque en realidad ha costado sudores y mucha creatividad, Euskadi se ha puesto en el mapa europeo de la ruralidad desde un valle pequeñísimo en riesgo demográfico. Apenas 400 vecinas y vecinos con mucho que decir, que enseñar.
El rural se ha subido al tractor de la vanguardia para resistir, evolucionar y, de paso, salvar al mundo: es la ubre que nos alimenta. Además, y esto es lo mejor de todo, los pueblos continúan cultivando la sabiduría popular. Me refiero a ese conocimiento que traspasa teorías académicas y charlas BBVA, a una ciencia que lucha por pervivir a través de generaciones de experiencia y observación, de la que los urbanitas sabemos entre poco y nada. Habría que honrarla, como mínimo, con la fruición de la madre del paleto de ciudad cuando reserva un espacio de honor en el salón de casa para la foto de la orla universitaria de su hijo.
El rural se ha subido al tractor de la vanguardia para resistir, evolucionar y, de paso, salvar al mundo: es la ubre que nos alimenta
En la Merindad de Río Ubierna descubrí que las vacas están cagando líquido porque el pasto anda más húmedo que de costumbre y que, aun así, el suelo está a tope de nutrientes porque hay puñados de escarabajos en las bostas, detalle que me animaron a descubrir removiendo una con las manos. Al revés que Santo Tomás, decidí creer sin ver.
Hay una corriente urbanita que se afana en criticar las reticencias de la gente de los pueblos a todo lo que venga de fuera, acoger nuevos moradores y, sobre todo, a esos especialistas bienintencionados que desde sus despachos idean soluciones llenas de anglicismos al reto demográfico. En ocasiones se produce una colisión de trenes, es así. Pero más veces de las deseables el conflicto no está en lo prieta que aquéllos pudieron enroscarse la boina, sino en la actitud que traemos de la ciudad. Cuánta gente aterriza cual paracaidista y al tiempo se arrepiente de la mudanza. Cuánto experto se pasea por la aldea como aquellos viejos mercachifles que vendían crecepelos mágicos.
Necesitamos reencontrarnos con el mundo rural sin imposiciones, etiquetas ni idealizaciones. Descubrir su osadía para reimaginar el futuro maternando el pasado. Escucharlo de tú a tú. Abrir los ojos, cerrar un rato la boca y darnos cuenta de lo mucho que lo necesitamos, porque el apocalipsis no es es lo que cuenta la Biblia, sino el fin del campo. La mal llamada España vacía está llena de desafíos y, a la vez, de las cosas más esenciales: luz, agua, aire puro, verde, raíces, alimento, tradición, silencio, tiempo. Justo todo lo que los paletos de ciudad no echan en falta porque se acostumbraron a vivir sin lo verdaderamente importante.
No sé, supongo que va siendo hora de guardar la superioridad intelectual urbanita en un cajón y tirar la llave al río.