Reconozco que estoy desarrollado algo que identifico como turismofobia. Me muevo por mi pueblo, al que llegan cada vez más y más grandes cruceros de placer, y oigo hablar otros idiomas, me preguntan por tal o cual lugar y ocupan todos los asientos de las terrazas. De momento está más o menos controlado, no es agobiante y me gusta dar a conocer las bondades del sitio en el que vivo a quienes vienen a visitarnos. Sin embargo, cuando me dirijo a la capital, a Bilbao, y voy a hacer mis recados habituales, especialmente por el Casco Viejo, siento que no estoy en casa. Los comercios que antes visitaba, los bares en los que me servían mi café sin pedir, las personas con las que me cruzaba ya no son las mismas. Tazas, platos, txapelas, mini Pupies, dedales, camisetas, baldosas, paraguas con estampados vascos… Eso es lo que veo ahora en las tiendas pegadas a edificios con la marca VT (Vivienda Turística) o en los que está pegado un cajetín con clave de apertura en el que los siguientes turistas recogerán las llaves que han dejado los anteriores.
Yo también soy turista, sí. Visito otros países, me gusta traerme recuerdos y se que invado un espacio antes reservado a las personas locales. Hasta hace un tiempo no sabía cómo se sentían los invadidos pero ahora sí, ahora lo se, y no me gusta cómo me siento. Puede que haya sido una buena lección para asumir que el turismo también hay que ejercerlo de manera responsable. No quiero que las ciudades que visito se adapten a mi sino yo a ellas. Quiero conocer sus costumbres, su forma de cocinar, sus horarios, su idioma, su arquitectura, sus calles. Si lo cambian para que yo me sienta como en mi casa y no distinga si estoy en Lisboa o en Amsterdam porque todo es igual se habrá pervertido el objetivo de viajar, que no es otro que conocer otras formas de vivir y de ser.
Creo que no queda una sola ciudad en Europa que escape al fenómeno del sobreturismo
El debate sobre la capacidad de las ciudades para soportar el crecimiento imparable de los y las turistas está abierto. Creo que no queda una sola ciudad en Europa que escape al fenómeno del sobreturismo. No solo afecta a la cantidad de personas que se agolpan en las calles corriendo detrás de un guía con paraguas sino que va mucho más allá. Los vecinos de los barrios son expulsados de sus calles, las viviendas se encarecen hasta límites insospechados, el espacio público está saturado, se consumen más recursos y se contamina en exceso.
Ante esto, en Canarias salen a la calle a protestar porque la ciudadanía autóctona no puede más, en Sevilla se plantean cobrar por visitar lugares como la Plaza de España y la tasa turística se extiende por distintas ciudades. Lo sucedido en Barcelona con una línea pública de autobuses es muy significativo. El Ayuntamiento pidió a Google Maps que eliminara la línea que lleva al Parque Güell porque la gente del barrio ya no podía utilizarla al estar continuamente saturada por turistas. Google accedió a retirarla de sus mapas y el vecindario recuperó el uso de sus autobuses.
La ciudad más masificada de nuestro continente es Dubrovnik, con 36 turistas por habitante
El año pasado visitaron España 85 millones de turistas. 85. No es el único lugar saturado. En el conjunto de Europa se registraron 2.920 millones de pernoctas, con Alemania, España, Malta y Chipre a la cabeza. La ciudad más masificada de nuestro continente es Dubrovnik, con 36 turistas por habitante. Barcelona, Sevilla y Madrid están entre las 35 ciudades europeas más saturadas.
Planificar un turismo sostenible es responsabilidad de las administraciones públicas pero quienes hacemos turismo también tenemos una responsabilidad importante. Ese querer seguir a la masa que recorre lo que ya se conoce como “lugares instagrameables” contribuye a agravar el problema. La bajada de los precios de los vuelos y la posibilidad de cruzar el mundo por muy poco dinero también es parte del problema. Quién diría que unos precios reducidos iban a perjudicarnos pero sí, que a dos amigas les salga más barato volar de Londres a Málaga para verse que utilizar el sistema de trenes británico para encontrarse en su país es prueba de que la política de precios de las compañías aéreas se ha vuelto insostenible para el planeta.
Es nuestra responsabilidad cuidar del planeta y saber que visitar cuatro países en una semana deja una huella imborrable
Surgen así movimientos populares como el “Flygskam” (vergüenza de volar). Surgió en Suecia y anima a la gente a dejar de viajar en avión para evitar las elevadas emisiones de CO2 asociadas a este medio de transporte. O iniciativas como la de un grupo de personas a nivel mundial que han decidido moverse únicamente por su entorno, sin visitar otros países, para no continuar agotando los recursos tan necesarios para la continuidad de la naturaleza y la vida.
Hoy, 20 de junio, a las 22:51, comienza el verano 2024. Tenemos por delante 93 días y 16 horas de la estación del año en la que se dan más movimientos de personas a lo largo y ancho de los distintos continentes. Es nuestra responsabilidad cuidar del planeta y saber que visitar cuatro países en una semana deja una huella imborrable. También tiene que ser nuestro compromiso respetar los lugares que visitamos, sus formas de vivir y de sentir. Si las cambian para nosotros no les conoceremos realmente. Hagamos bueno aquello de “las bicicletas son para el verano” y disfrutemos sin manchar