No hay nada más democrático, tirano y burlón, a la vez, que el tiempo. El tiempo es pura cronología. También psicológico. Vivimos sometidos al baile sincronizado de los astros, una ecuación universal misteriosa e inmodificable. Lo parezca o no, un año son 365 días tanto para Brad Pitt como para el frutero del barrrio. Ahora bien, la percepción de la velocidad, la propia experiencia del momento, va por otro carril. Ahí es cuando la subjetividad entra como elefante en cacharrería: cinco minutos babeando en la consulta del dentista jamás equivaldrán a cinco minutos de saliva ante una docena de churros.
Cuento esto porque, así como quien no quiere la cosa, la vida ya se ha sacado de la chistera el fin de otro curso escolar. Hoy terminan las clases, llega la noche objetivamente más corta del año y arranca un espacio temporal vapuleado por nuestro sesgo existencial. El verano es ese guateque larguísimo cuando uno es niño, un corto suspiro durante la juventud y, más adelante, agonía interminable para personas trabajadoras que en algún momento consideraron buena idea reproducirse. No es que la gente forme una familia y pase a odiar la época estival. Pero cuando acaba el cole, que sin ser aparcamiento por momentos hace la función, se vuelve especialmente difícil torear con ese enemigo que es más poderoso que el tiempo. El animal mitológico llamado conciliación.
“¿Qué hago con los niños?”, “me faltan horas”, “lo último es cargar a los abuelos, ¿pero qué si no?”
Como el año pasado, el previo y los anteriores, por estas fechas los grupos de WhatsApp de padres y madres andan calentitos. Da igual que hayan resbalado otras doce hojas del calendario. La frustración regresa en plena forma. “¿Qué hago con los niños?”, “me faltan horas”, “lo último es cargar a los abuelos, ¿pero qué si no?”. Ojo con entrar al trapo. Seguir la corriente a estos seres angustiados tiene más peligro que que dar conversación a un borracho en una taberna. No hay respuestas reconfortantes para preguntas retóricas que de momento no tienen remedio. Solo el cricricri de una sociedad que continúa sin poder lidiar con su propia creación.
Llegados a este punto toca hacer lo de siempre: desempolvar el capote y al ruedo, Manolete. Por delante, esperan casi tres meses de lucha para llegar a todo y, a ratos, agonizar en el intento. Quien más, quien menos, intenta sobrevivir al verano con colonias vacacionales pagadas por las instituciones. Otra historia es conseguir plaza: un año más, el cupo aquí en Vitoria se agotó antes que los botellines de agua en un after hour. Para colmo, puede que ese entretenimiento logrado in extremis ni siquiera encaje con los gustos del pequeñuelo. Nos conformamos con un parche que, en momentos puntuales, detenga la hemorragia.
El desequilibrio entre el calendario escolar, vacacional y laboral, junto con las apreturas de demasiados hogares trabajadores, llena de obligaciones a la tercera edad
Luego están quienes deciden recurrir a actividades privadas, aunque la economía no termine de alcanzar para semejante derroche. Quince horas a la semana de respiro, a cambio de renunciar a ducha diaria, apartamento cerca del mar, fruta fresca y gambas en la paella del domingo. Viva la vida.
También está la posibilidad de bajar los brazos, encender el videojuego o entregar durante unas horas esa arma de un único filo que es el teléfono móvil, y así dedicar el rato a hacer compras o tomar aire con tropecientas cañas. Son cada vez más los padres y madres que sucumben a la tentación, por cansancio, por falta de recursos, por comodidad. Es comprensible pero bien, lo que se dice bien, no está. Quien formó una familia sin pensar en todos los obstáculos de este mercado depredador y ahora busca soluciones fáciles con terribles consecuencias a futuro, y se queja muchísimo desde el sillón, o es un mastuerzo o ha de aceptar que la decisión se le hizo bola.
Una opción más beneficiosa para las criaturas, solo para ellas, es ponerlas a cargo de los abuelos en caso de que los haya. Ésta es la primera elección de muchos progenitores, la última de algunos. El desequilibrio entre el calendario escolar, vacacional y laboral, junto con las apreturas de demasiados hogares trabajadores, llena de obligaciones a la tercera edad. También la coloca entre la espada y la pared. Cuántos se sienten obligados a asumir una tarea que tendría que ser exclusivamente vocacional, un ratito para compartir saberes, juegos y hasta otro día.
La conciliación familiar es un derecho, antes que nuestro, de los niños
Nuestros mayores se han convertido en la gran estrategia de la conciliación, sobre todo durante el verano. En esta época se acentúa la necesidad de contar con ellos, volcando en sus manos la responsabilidad de cuidar de los renacuajos. Misión que han de asumir en una edad donde el tiempo discurre al galope y el desgaste físico va pasando factura. La línea que separa apoyarse en nuestros mayores de aprovecharse de ellos puede llegar a ser extraordinariamente fina. Pero qué otra queda, cuando el sistema sigue fallando en lo más básico.
Nadie está obligado a tener descendencia, claro está. Pero la conciliación debería de ser un asunto de ley. Más allá del estrés de los adultos en este malabarismo vital, lo que nos jugamos como colectivo es el bienestar de los más pequeños. Y no terminamos de ser conscientes. La conciliación familiar es un derecho, antes que nuestro, de los niños. Derecho a cubrir sus necesidades de afecto, educación y protección. A pasar tiempo con sus padres, que los lleven al monte y de museos, construyan juntos el fortín de Lego, repasen la tabla de multiplicar y jueguen al Quién es quién.
La conciliación es asignatura pendiente de un sistema cada vez menos humano y más clientelar, obsesionado por producir. Recuerdo aquella ventana desde la que esperaba ansiosa la vuelta de mamá, y a papá hundido en el sofá una noche más y observarlo como quien mira a un desconocido por la mirilla de la puerta. No todos somos madres y padres, pero sí fuimos niños. Ojalá rescatar una migaja de aquellos ojos para cambiar el mundo.
El permiso parental perpetúa la desigualdad de género, con las mujeres cargando casi todas las piedras de la mochila
Necesitamos menos monsergas y más políticas efectivas. Las medidas de conciliación han mejorado de un tiempo a esta parte, pero aún no están a la altura de las necesidades reales de las familias. La jornada a la carta, que tanta flexibilidad promete, depende de la buena voluntad empresarial y no siempre es accesible para toda la gente. La reducción del horario laboral castiga el bolsillo, porque pone la nómina a dieta. El permiso parental perpetúa la desigualdad de género, con las mujeres cargando casi todas las piedras de la mochila. Y el teletrabajo, solución estrella durante la pandemia, ese plan b que todavía ofrecen algunas compañías, ha desdibujado las fronteras entre vida laboral y personal. Al final se curra mucho más, perdida la noción del tiempo, con los chillidos de la prole como hilo musical.
Además, no nos engañemos: la conciliación sigue siendo utopía para las personas trabajadoras, con independencia de si tienen o no hijos. Lo más trágico de este desasosiego perpetuo es que parece que hemos renunciado al derecho a vivir sin angustias, sin la lengua fuera, hayamos formado una familia, estemos solos, compartamos casa con un perro o el fantasma de Sir Lawrence. Asistimos al derrumbamiento del bienestar como las vacas mirando al tren, en una parálisis de sueño infinita. Estamos despiertos, pero no movemos un dedo.
No sé, supongo que todavía fantaseo con un mundo ideal en el que cada tarea tenga su tiempo y espacio, donde cada minuto transcurra con su valor real y hacer encaje de bolillos sea solo una técnica textil. Ilusa.