Todas las incógnitas sobre el comportamiento humano se despejan en una cola. Tal cual. Abran los ojos estos próximos días si tienen el privilegio de volar: la del aeropuerto expone mejor que ninguna otra quiénes somos. Da igual que Ryanair venga con retraso, quede casi una hora para embarcar o los billetes estén numerados. Mucho antes de que la necesidad apremie, el gentío comienza a formar fila como ratas tras un invisible flautista de Hamelin. Hay que hacerse hueco, montar trinchera, dar un pasito palante María y ni un pasito patrás, con el aliento en el cogote del vecino. El ritual se repite, una y otra y otra vez, aquí y en Sebastopol, con una precisión casi cómica. Da risa, pero también bochorno.
La cola previa a volar es un detector infalible de cenutrios cagaprisas. Y los hay a patadas. Apenas unos pocos puñados de viajeros se afanan por conservar la cordura y permanecer lo más lejos posible del centro del tsunami, entretenidos en sus libros, guías de viaje o la compañera, a la lógica espera del aviso por megafonía. Es el espíritu de resistencia de la minoría. Y a mí, ese ir contracorriente, esos dos dedos de frente, me permite seguir creyendo en el ser humano.
La impaciencia superlativa, ahora bien, no es lo más triste de este espectáculo. Qué va. Hay algo más feo y menos enternecedor: la soberbia. Me refiero a esas personas que pagan para tener prioridad de embarque y se aferran al billete como Gollum al anillo de poder, aunque su único privilegio sea la prioridad en los maleteros superiores de la cabina. Suben mentón y observan al populacho con la satisfacción del marqués al que ya solo le queda el título. Luego puede que se coman las patadas de un niño malcriado sentado justo detrás o al señor de próstata nerviosa que reservó ventanilla y se levanta cada dos por tres para soltar lastre. Pero entraron antes, es lo que cuenta.
Las normas no escritas de una fila están ahí para mantener un orden que, de desmoronarse, expondría la fragilidad del tejido social
Otro comportamiento típico cuando toca ponerse a la fila, quizá no en el aeropuerto pero sí en lugares menos controlados, es la picaresca. Está el cavernícola que intenta adelantarse en la espera a la montaña rusa con indisimulados empujones. La despistada que, vaya por Dios, no se percató de que la cola en la tienda de ropa empezaba en la otra punta. El listo del bar que pide tres cañas sin preguntar quién es el último, como si acabara de aterrizar de Marte y desconociera el ritual sagrado. O ese abuelo, que los hay, capaz de aprovecharse de la honorabilidad que dan los años para conquistar posiciones cuando llega el autobús.
También es verdad que la mayoría de las personas, aun siendo también mayoritariamente impacientes, todavía permanecen unidas cuando alguien se salta la cola. Lo frecuente es la indignación colectiva. Las normas no escritas de una fila están ahí para mantener un orden que, de desmoronarse, expondría la fragilidad del tejido social. Reaccionamos ante la picaresca en defensa de la justicia y la igualdad, como si buscáramos eso que no encontramos en el mundo exterior.
Total, que las colas son un muestrario impecable, para mal y para bien, de la naturaleza humana. Y además, así como quien no quiere la cosa, se convierten en reflejo del sistema depredador en que vivimos. ¿Por qué si no la prisa irracional de tanta gente, ese querer rascar apenas unos segundos a la espera, esa tendencia a vivir en el desasosiego? Para mí que la respuesta es una mezcla de instinto de supervivencia y frustración social.
Cuando descubrimos el fuego y luego los metales y nos empezamos a erguir, ser el primero significaba acceso a recurso vitales. Algo de eso ha tenido que acompañarnos hasta hoy. Por otro lado, en nuestra vida cotidiana como gente trabajadora, a menudo quedamos relegados al fondo del pasillo, soportando jornadas interminables y salarios insuficientes, raspando las migajas mientras los de siempre se apropian de la barra de pan. Por eso yo creo que ser el primero en algo, aunque sea en una cola, se convierte en una especie de triunfo personal, la sensación de tener el control.
Una manifestación más de esa pelea diaria por conquistar una ventaja, por ridícula que sea
De ahí los comportamientos impacientes o las triquiñuelas de algunos para colarse. Son, según mi teoría, una manifestación más de esa pelea diaria por conquistar una ventaja, por ridícula que sea. Vivimos en una tensión no resuelta entre el individuo y el colectivo, entre nuestras propias necesidades y las normas sociales, dentro de un mercado que nos tiene ahogados. En una cola, la diatriba queda en paños menores.
Además, este mundo vertiginoso ha convertido el tiempo en un recurso demasiado preciado. Es como si estuviéramos compitiendo contra el reloj, tratando de maximizar cualquier momento y minimizar todas las esperas. Tengo la sensación de que son cada vez más las personas a las que les cuesta aceptar, quizá con razón, esta parte inevitable de la vida moderna. Se apelotonan en las colas como si fueran a rascar segundos, a la vez que tratan de aplacar su ansiedad creciente con ese invento anestesiante llamado smartphone. Es una pena. Hay pocos placeres más maravillosos que aprovechar una pausa obligada para hacer eso que no se puede el resto del tiempo: nada.
La paciencia es amarga, pero su fruto dulce
Al no hacer nada, sucede algo increíble. Tomamos cuenta de nuestro verdadero estado de ánimo. El piloto automático que permite la supervivencia diaria se detiene y nos percatamos de si estamos felices o con la lágrima a punto de caramelo. Decía Aristóteles que “la paciencia es amarga, pero su fruto dulce”, y me lo repito cada vez que voy al supermercado. Las colas son detector infalible de nuestro nivel de tolerancia y nerviosismo, pero también del sentido de humor que a estas alturas podamos conservar.
No sé, supongo que hacer cola siempre tendrá su punto fastidioso, pero sentarse en el vagón de la espera da la oportunidad de autoexaminarse, abrir los ojos al resto del mundo, reconocer la compleja danza del ser humano tan llena de ansiedades y aspiraciones y, por qué no, practicar la empatía. Eso nunca será una pérdida de tiempo.