La primera vez que salí a correr se llamaba footing. Tenía 20 años, carnes prietas, resacas dignas y camiseta de Laboral Kutxa como indumentaria deportiva. Aquella intentona duró un par de meses. La segunda fue pasados los 30. Las rodillas empezaban a quejarse en las escaleras al segundo piso y dormía regular. Tras un análisis de sangre sin sorpresas, el médico me recetó deporte. En esta ocasión elegí running, que es lo mismo que el footing pero gastando 100 euros en mallas color Calippo. Aguanté más de seis meses sin tirar la toalla sólo por la inversión. Luego probé la bici, más tarde a una youtuber con residencia en Andorra y al tiempo decidí visitar la piscina del centro cívico. 

Fosforita, haciendo planchas en casa o embutida en un bañador de espalda ergonómica, los resultados han sido siempre intermitentes y humildes. Con 43 tacos, debo reconocer abiertamente que pertenezco a la célebre tribu de los inconstantes.

Los inconstantes somos esas personas a las que no nos engancha el deporte, pero de pronto nos asalta la preocupación, empezamos a fustigarnos por todos esos ratos malgastados en sofá y birras y finalmente tomamos la decisión de ponernos en forma. Las causas que nos llevan a este punto pueden ser de lo más variadas: haber vomitado las tripas corriendo detrás del autobús urbano, llegar el verano con una lorza fenomenal o salir el sábado de tardeo y el domingo empatizar mucho con Rambo porque no sentimos las piernas.

Total, que elegimos disciplina, nos comprometemos a fondo con la causa, o eso queremos pensar, las semanas avanzan con sufrimiento, poco a poco nos vamos gustando… Y quién sabe. Quizá al acabar el primer año hagamos la San Silvestre. Quizá, lo más probable, lleguen las vacaciones o una racha endiablada de trabajo y, para cuando queramos darnos cuenta, habremos perdido las buenas costumbres. Sucumbir a la pereza hasta la siguiente tentativa suele ser la alternativa ganadora.

Da igual si es levantar pesas en días alternos, acudir a yoga dos veces por semana o caminar rapidito. Tiene mucho mérito cumplir escrupulosamente y convertir el gesto en hábito, como si de ese empeño dependiera que el eje de giro del planeta siga en su sitio

Por eso aplaudo a la gente capaz de mantener ad eternum una rutina sin poner excusas. Da igual si es levantar pesas en días alternos, acudir a yoga dos veces por semana o caminar rapidito. Tiene mucho mérito cumplir escrupulosamente y convertir el gesto en hábito, como si de ese empeño dependiera que el eje de giro del planeta siga en su sitio.

Ahora bien, quien en realidad me rompe los esquemas es ese grupúsculo de humanos que habita en el Olimpo del masoquismo. Hombres y mujeres afanados por estirar sus propios límites más que un chicle Boomer, sin ser en la mayoría de casos profesionales dedicados al deporte, sin cobrar una peseta. Al principio es una media maratón, luego entera, más adelante un humilde triatlón y un día se apuntan al Ironman y jamás podrán volver a bajar el listón. Ésa es justo la cita que llega a Vitoria-Gasteiz este domingo.

Lo del Ironman es pura epopeya contemporánea, el campo donde se libra una batalla bestial entre el cuerpo y la mente, la voluntad y el martirio, un peliculón filmado mano a mano por Clint Eastwood y Mel Gibson. Los participantes no llevan armaduras ni montan caballos ni se parten la jeta. Aquí la heroicidad viste lycra y lleva cascos aerodinámicos. Nadan, pedalean y corren hasta el agotamiento, para llegar al mismo sitio que tú y yo en autobús. Son los caballeros andantes del siglo XXI. En vez de luchar contra dragones, lo hacen contra sus propios límites. Honor. Y horror.

Para la peña corriente, el deporte es un hobby, una vía de escape, una fórmula más para conocer gente, eso que hace sentir bien o no tan mal al final del día, la oportunidad de cenar un kebab bien guarro sin remordimientos. Para estos titanes, se trata de una forma de vida, una filosofía. Despiertan antes del amanecer para entrenar, sin importarles si llueve, aprieta el sol o llegó el apocalipsis zombi, en pos de un objetivo inalcanzable para el común de los mortales. En las redes sociales, casi todo son fotos de cuentakilómetros. Cuando se aproxima una carrera, la alimentación es más rígida que la de una instagramer. Se acabaron los torreznos, la txistorra, el vino y todo eso que a mí me parece que existe para que la vida tenga sentido.

Conozco a un tipo que se lesiona cada mes, pero no puede dejar de trepar montes. En su defensa, reivindica la cultura del sacrificio. Yo me pregunto si no será que se ha enganchado al dolor y queda pelín feo reconocerlo. En todo caso, sospecho que detrás de esta gente hay un trasfondo emocional fascinante: un intento constante de superación personal, de necesidad de probarse, de deseo de escapar de las rutinas de este sistema opresivo en que vivimos, de búsqueda de validación. Y al final de todo eso, el éxito. Un triunfo que se mide en términos sobrenaturales de resistencia, velocidad, fortaleza. De agonía. “No pain, no gain”.

Bastante tengo con ser buena trabajadora, llegar a fin de mes y rascar migajas a la jornada laboral para, como dice mi madre, vivir “la vida y sus momenticos”

Como mujer entregada al hedonismo sencillo en los pocos ratos de ocio que concede el sistema, he de reconocer que la gloria a través del sufrimiento no va conmigo. Bastante tengo con ser buena trabajadora, llegar a fin de mes y rascar migajas a la jornada laboral para, como dice mi madre, vivir “la vida y sus momenticos”. Eso sí, en caso de que toque elegir, antes aplaudiría a un participante del Ironman hasta despellejarme las manos que a un señor que corre tras el balón.

Lo sé, voy contracorriente. Este domingo serán más los gasteiztarras reunidos en torno a la tele, con los nervios de punta, preparados para gritar ese gol que al parecer lo cambiará todo, que aquellos dispuestos a arropar a los atletas desde las nueve de la mañana. No digo que no lo entienda. El fútbol, con su teatralidad, su drama, nos conecta con la tribu, con esa necesidad atávica de pertenecer y competir. La pelota rueda y, con él, nuestro corazoncito.

Además, está el impacto visual. Presenciar un golazo de chilena es un fogonazo. Contemplar a alguien nadar 3,8 kilómetros, pedalear 180 y correr 42,2, una brasa que arde lentamente. La épica del triatlón resulta fundamentalmente íntima, más disfrutona para quienes la protagonizan que para quienes la observan.

Eso sí, la vida es más parecida a un Ironman que a un partido de fútbol. Piénsalo. Pocos aplausos, atajos y descansos. Bastante soledad, perseverancia, resistencia, lucha constante contra uno mismo y el mercado. Y la duda, la duda eterna, de si alcanzaremos nuestros sueños, mientras intentamos encontrar la alegría en cada paso del camino. Claro que, por otro lado, el Ironman es una elección y la existencia algo que nos viene dado.

No sé, supongo que necesito salir a tomar una cerveza con la cuadrilla. Es mi manera favorita de darle caña al cuerpo… Y despejar la mente, que falta me hace.