Estoy triste. Lo suficientemente triste como para sollozar con cada capítulo de la segunda temporada de Big Little Lies, escuchar a Nick Drake y desear que llegue el frío para meterme en un abrigo y que el otoño me abrace. No busco drama. Bueno, un poquito, quizá. Pero es que hace tiempo entendí que no pasa nada por sentirse mal. Y eso me hace bien.

A veces nos sobran razones para verlo todo oscuro pero nos falta valentía para congraciarnos con la desdicha, cederle su lugar entre estómago y corazón, dejarle hacer mientras calentamos una taza de chocolate y al fin, en algún amanecer indeterminado, despedirla como se dice adiós a los amores que no pudieron ser: con mucho alivio e incluso pelín de gratitud.

Ya no me engaño cuando estoy triste. Y cada vez me apetece menos disimular ante los demás, forzar sonrisa Disney y ocultar una racha que es objetivamente desastrosa. ¿Qué sentido tiene abandonarme al llanto cuando nadie me ve y luego, al salir al mundo, lucir máscara de jovial seguridad?

Así que últimamente, si alguien a quien aprecio me pregunta “qué tal”, en vez de optar por el trillado “bueno, bien” o ese lamentable “ahí vamos, tirando” que tanta desazón maquilla, hago algo bastante más rarito. Confieso, evitando entrar en detalles, que no estoy en mi mejor momento. Sí, respondo con ligera honestidad. Y a continuación, cruzo dedos. Porque muchas veces las contestaciones dan ganas de llorar (más), salir corriendo o fantasías peores.

“Ánimo, mujer”. “Tú puedes con todo”. “Pronto estarás mejor”. “¿Has probado con mindfulness?”. La  mayoría de la gente sale al rescate del náufrago desolado con consignas llenitas de preciosas intenciones y vacías de utilidad, y deja la respuesta flotando en el aire para que haga su magia, como si la melancolía fuera una mosca que se espanta abriendo la ventana y moviendo un poco las manos.

Todos sabemos que esas frases salvavidas no sirven, que en realidad funcionaría mejor un “lo siento, pues sí que estás en la mierda”, pero seguro que en la próxima ocasión volverán a caer.

La tristeza incomoda. Eso es lo que pasa. El sistema se lo ha montado tan bien que hemos acabado interiorizando que es una cosa fea, un freno, una fragilidad vergonzosa. Peor aún, una patología intolerable. No podemos permitirnos el lujo de acoger una emoción así, mucho menos mostrarla.

El neoliberalismo funciona así. No solo quiere nuestros cuerpos produciendo y nuestras carteras comprando. También exige un optimismo inquebrantable, un entusiasmo a prueba de balas, una sociedad esclava del imperativo de la felicidad

Por eso cuando la vemos en el otro tendemos a reaccionar como si fuéramos el eslogan de una taza de Mister Wonderful. Y si la estamos sufriendo, corremos a la consulta del psicólogo porque algo se nos ha averiado y hemos de reajustar las piezas lo antes posible para volver a encajar en un mercado que lo devora todo.

Da igual el motivo: odiar el trabajo, perder a tu madre, al perro, el amor de tu vida, romper una relación tóxica, no poder hacerlo, sufrir de soledad, cuestionarte el sentido de la vida, todo a la vez o nada en concreto. Más pronto que tarde deberás intentar aplacar la tristeza como sea, comparándote con los niños que mueren en Gaza, buscando likes en Twitter, haciendo burpees, mediante una dieta baja en hidratos de carbono o, mejor aún, con una larga ronda de antidepresivos. Y luego confiar en que nadie, salvo tus confidentes si los tienes, note que desbarrancaste. De lo contrario serás el empleado que ningún jefe de la new age quiere tener y tus amistades acabarán montando un grupo de Whatsapp aparte para el vermú del domingo. Estarás, o eso crees, acabado.

El neoliberalismo funciona así. No solo quiere nuestros cuerpos produciendo y nuestras carteras comprando. También exige un optimismo inquebrantable, un entusiasmo a prueba de balas, una sociedad esclava del imperativo de la felicidad, donde el bienestar es un artículo más de consumo y depende fundamentalmente de nuestra actitud, en absoluto de las desigualdades estructurales, qué va.

Por eso el sistema glorifica con tanto ahínco a quienes lograron atravesar situaciones límite con una fuerza extraterrestre, como el tipo al que amputaron una pierna y ahora corre maratones. Son inspiración, pero sobre todo la advertencia de que no podemos estar tristes por demasiado tiempo. Sería como reconocer que existe una falla de fábrica. Inadmisible.

Así que saltamos de la cama con la firme voluntad de ignorar ese pellizco en el alma y sumarnos a la rueda del hámster, llenarnos los carrillos de sonrisas que saben a mentira y hacer de la felicidad mandato. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han lo explica muy bien en La sociedad del cansancio. Vivimos en una época donde la autoexplotación emocional es la norma. Hemos de estar produciendo siempre, también emociones, pero tristeza jamás, porque la tristeza se percibe improductiva, una pérdida de tiempo, una traba en nuestra carrera hacia el éxito.

Nos obligamos a ser engranajes de una maquinaria que nos empuja a rendir hasta la anestesia, dóciles, artificiosamente felices a cualquier precio. Y eso rara vez sale bien. De tanta presión, podemos acabar peor de como empezamos, sumidos en la angustia de no satisfacer las expectativas propias y ajenas. Luego sobreviene la enésima noticia de un suicidio y nos llevamos las manos a la cabeza, incrédulos por la escalada de trágicos finales en este nuevo siglo, en esta parte del mundo donde a priori lo tenemos todo, especialmente lexatines.

La dictadura de la felicidad no tiene nada de inocua. Es un peso más que aplasta a quien se siente incapaz de armarse en cuadro y no salirse de la fila. Porque cuando la tristeza se percibe como tabú, fallo imperdonable, un error de programación, la desdicha pasa a ser un experimento en soledad con el pecho taladrado por la culpa.

Hay quienes nacieron para la heroicidad y otros solo intentamos ser buena gente con muchos paquetes de pañuelos cerca, pero sospecho que incluso los primeros han llegado a buscar escondites en los que abrazarse a la debilidad.

Necesitamos permitirnos el ánimo en modo avión, estar de lunes en sábado, porque para que exista felicidad ha de haber tristeza. Y la tristeza requiere espacio, no autoengaños ni vendas

Así que, maldita sea, ¿por qué no sucumbir abiertamente a la tristeza? Además, ¿no es justo en los momentos de vulnerabilidad, de desaliento, esos momentos en los que la existencia suena al primer minuto del Claro de luna de Beethoven, cuando listos, tontos, ricos y pobres llegamos a encontrar nuestra humanidad más profunda? Necesitamos permitirnos el ánimo en modo avión, estar de lunes en sábado, porque para que exista felicidad ha de haber tristeza. Y la tristeza requiere espacio, no autoengaños ni vendas.

No sé, seguramente quiero decir que deberíamos de aprender a convivir con ella, a sentirla sin culpa ni prisas en vez de despacharla como una visita incómoda, a dejarse guiar por sus raíces largas y acordes lentos, a convertirla en lujo subversivo y compartirla igual que un atardecer en Instagram. A entender, en definitiva, que es un poco como la lluvia de otoño: empapa hasta los huesos, pero al final limpia. Yo estoy en ello.